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Literatura

"Todos eran asesinos". Lo dice Marguerite Duras, se refiere a los alemanes y no hay intención de sinécdoque en sus palabras. Fue el domingo, en la conmocionante entrevista que firmó Javier Valenzuela en este periódico. La Duras, como viene haciendo últimamente en la prensa francesa, dijo eso y también que buscaba un asesino para Le Pen. Y que aplaudía el asesinato de René Bousquet. Y otra larga serie de atrocidades verba les. La escritora tiene razones personales -muy diversas y muy trágicas- para hablar de este modo. Y tiene también el inconsciente colectivo de Europa a su favor. Aunque repugnen a la razón, sus invectivas en contra de Alemania caen como lluvia fertilizante sobre la reseca esperanza de la Europa latina. Agitar el espantajo alemán consuela, aunque sea a costa de ofender gravemente, a gentes que -salvo descubrimiento genético de última hora- son idénticos a no sotros. Tan brutales y generosos como nosotros. Las palabras de la escritora, sin embargo, van mucho más allá de la terrible anécdota alemana. Ejemplifican un capítulo más de la enorme impunidad intelectual que exhiben algunos escritores cuyo único oficio reconocido y admirado es la capacidad de narrar. Traídos a la escena mediática en razón de su popularidad, de la in fluencia que ejercen sobre miles de lectores, no desdeñan cualquier oportunidad para expresarse sobre asuntos que escapan, patéticamente, a su competencia. No pagan ningún peaje por ello. La impunidad del escritor es absolutamente singular. No la tienen, por ejemplo, los políticos, cuyas opiniones literarias son acogidas, en el mejor de los casos, con una sonrisilla condescendiente e irónica. Hay ocasiones en que la voluntad cafre de los literatos justifica la aciaga sentencia que recibe, a veces, en el periodismo la voluntad de estilo: "Eso es literatura". Es decir, un material fútil, rotundamente hueco de verdad.

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