La buena madre
La imagen emblemática de la madre, esa mujer generosa, omnipresente y resignada, esa ama de casa segura, discreta, sufrida y siempre rebosante de instinto maternal, está siendo vapuleada violentamente en el escenario moral donde en estos momentos se debate la nueva maternidad. Las mujeres de Occidente se sienten acosadas por esa figura idealizada de madre. Es un papel que cada día cae menos bien a más féminas, porque no lo pueden desempeñar, aunque quieran. Atrapadas entre esa ficción maternal imaginaria, las expectativas feministas, las exigencias de la calidad de vida y las realidades económicas, las mujeres de hoy buscan desesperadamente y a tientas una nueva definición de la buena madre.La mujer ya no valora la fertilidad como antes, cuando la inmediata supervivencia de la especie humana parecía depender directamente de ella. Cada día está más convencida de que para participar en igualdad de condiciones en la vida económica, política y social de nuestro tiempo es esencial poder controlar su fecundidad. Es cierto que esta actitud no le impide experimentar un profundo sentimiento de realización y de dicha cuando busca la maternidad y la consigue; pero tarde o temprano la gran mayoría se enfrenta al penoso desafío de compaginar su misión doméstica de madre con sus intereses o actividades profesionales de mujer. Dilema que a menudo se torna amargo e inquietante, y que refleja la complejidad, la confusión y el enorme reto que supone ser madre en los umbrales del nuevo siglo.
La participación de las madres en el mundo laboral es cada día mayor en los países occidentales. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo el 20% de las mujeres con hijos menores de seis años trabajaba en 1960, mientras que hoy trabaja el 58%. Es verdad que algunas madres de clase acomodada eligen una ocupación fuera de casa para realizarse, pero muchas otras lo hacen por imperativos económicos. Con el tiempo, incluso aquellas que se ven obligadas a trabajar por un salario descubren beneficios inesperados: un nuevo sentido de identidad, una mayor participación en la sociedad, un escape temporal reconfortante de los niños y de las labores domésticas, y, sobre todo, el orgullo de su independencia. La mayoría ha presenciado a su alrededor la dura realidad de la separación, el divorcio o la viudez, y sabe apreciar el valor de la autonomía que ofrece un empleo remunerado.
Sin embargo, la imagen ideal de madre hogareña y consagrada está tan inmersa en nuestra cultura que muchas madres que trabajan se sienten en su fuero interno inadecuadas, piensan que no dan la talla, que no son buenas madres, independientemente de la armonía familiar que disfruten o de lo sanos o contentos que estén los niños. Se encuentran además desorientadas, en un terreno extraño, criando a sus hijos en un ambiente totalmente diferente del que ellas mismas se criaron, o luchando solas, sin el apoyo del compañero, sin la ayuda de la sociedad ni de sus instituciones, y sin un guía que las dirija o aconseje.
Por una parte, la enorme dureza con la que se juzgan a sí mismas las madres de hoy es debida a que la imagen materna que brinda nuestra cultura, y que ellas han asumido, no invita a la tolerancia al no permitir el término medio: la madre razonablemente buena. Y es que, desde siempre, los símbolos maternos sólo han representado los extremos opuestos, bien la madre perfecta y virtuosa, fuente inagotable de amor y de vida; bien la madre malévola y perversa -frecuentemente protagonizada por la figura de la madrastra- que sólo imparte el odio, y la muerte.
Por otra parte están los mitos que rodean al instinto maternal, esa fuerza natural e irresistible, propia de los genes femeninos, que presuntamente equipa por igual a todas las mujeres con los talentos y las cualidades emocionales de una madre feliz y efectiva. Tras confiar plenamente en estos impulsos naturales, cuando la experiencia de la crianza de los niños no coincide con las expectativas, a muchas mujeres les entra la confusión y la angustia, y se cuestionan su identidad y su naturaleza de mujer. Hoy, sin embargo, sabemos que entre los seres humanos la disposición y las aptitudes necesarias para ser una buena madre no dependen de una energía instintiva, sino de ciertos aspectos temperamentales de la persona y de fórmulas y comportamientos que en su mayoría se aprenden. De hecho, algunas mujeres aprenden estas técnicas y conductas mejor que otras, y no hay razón alguna para que los hombres no las puedan aprender también.
Todos los arquetipos son resistentes al cambio, pero uno tan potente como el de la figura materna es especialmente tenaz. La imagen idealizada de madre, labrada en la vieja losa de la división sexual del trabajo que forzó a la mujer al aislamiento, a la dependencia y a la desigualdad, aún perdura en la memoria colectiva, envuelta en el celofán brillante de la nostalgia, de los mitos y de los sueños.
Precisamente una de las cuestiones más apasionantes y polémicas dentro del mundo de la psicología académica es si las madres que trabajan ponen o no en peligro la seguridad emocional, el desarrollo intelectual o la felicidad futura de sus hijos. Las premisas centrales de esta pregunta han generado agrios intercambios entre los investigadores que se ocupan de estudiarlas, y han inculcado el miedo y la culpabilidad en miles de madres. Según un grupo de profesionales, cualquier restricción de la presencia materna durante la infancia crea un estado siniestro de carencia en los hijos, y les provoca miedos y sentimientos profundos de impotencia y de abandono. Pero estudios empíricos recientes coinciden en que los niños que se crían con madres que trabajan fuera de la casa crecen con completa normalidad, siempre que estén bien atendidos por terceras personas y que estos cuidados, incluso en guarderías, sean responsables y no falte el cariño.De hecho, expertos en el desarrollo infantil apuntan que las madres que trabajan y están contentas representan modelos muy positivos para los hijos, estimulan en los pequeños varones mayor sociabilidad y una actitud más Firme hacia la igualdad de la mujer, y, en las niñas, un alto espíritu emprendedor y un sentimiento superior de autoestima y de independencia. Al mismo tiempo, las mujeres que viven una relación equilibrada entre la familia y sus ocupaciones tienen mayores probabilidades de adoptar una disposición constructiva y optimista con sus hijos que las mujeres que se sienten atrapadas en su papel de madre o subyugadas en el trabajo.
La buena madre no se crea o configura a base de fuerzas instintivas o misteriosas, ni tampoco con símbolos idealizados inalcanzables, sino con atributos temperamentales femeninos concretos. La responsabilidad legendaria de la mujer de proteger la supervivencia de la especie la ha dotado de una capacidad especial para unirse al proceso diario de sustentación de la vida. También le ha dado una enorme aptitud para la intimidad y para relacionarse; una gran habilidad para integrar en lugar de separar; una escala de valores para situar la realización tangible del individuo por encima de los conceptos abstractos; una clara antipatía hacia la violencia, y una preferencia por la negociación y el consenso como métodos para resolver conflictos. Éstas son, precisamente, las cualidades vitalistas y humanizantes de la buena madre.
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