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Una decisión inequívoca

¿Por qué tenemos todos la sensación de que tras las elecciones del 64 nada va a ser igual? ¿Por qué pensamos que se ha producido un cambio importante en nuestro sistema político y estamos entrando en una nueva fase en la evolución del mismo?El interrogante no tiene nada de retórico. Al contrario.Si nos atuviéramos a los datos electorales, la conclusión a la que habría que llegar sería la contraria. A primera vista son muchos más los elementos de continuidad que los de cambio: los partidos que han concurrido a las elecciones han sido los mismos con ligerísimas variantes regionales, los parlamenta rios electos van a ser casi os mismos que los de la pasada le gislatu:ra, el apoyo electoral en porcentaje del censo no ha va riado sustancialmente ni para las grandes opciones de izquierda y derecha ni para los partidos individualmente considera dos, con la única excepción de la acumulación del voto del CDS en el activo del PP. El único cambio significativo es el consistente en la asignación de escaños como consecuencia de la concentración del voto de centro-derecha. En apoyo popular el centro-derecha apenas si crece, manteniéndose casi in tacta la, diferencia entre el centro-izquierda (PSOE + CiU) respecto al centro derecha (PP + CDS). Simplemente los votos se. han distribuido de manera distinta. Con nuestro sistema electoral ese proceso tiene un reflejo notable en número de escaños.

Así pues, el mensaje que en principio parecen transmitir las urnas no es un mensaje de cambio, sino de continuidad. Si aceptáramos como buenos los eslóganes de campaña del PP, habría (que concluir que el electorado habría rechazado el "cambio tranquilo, seguro y razonable" y se habría inclinado por "más de lo mismo".

Y, sin embargo, todos sabemos que no es así. Todos estamos seguros de que acabamos de entrar en una nueva fase del sistema político nacido el 15 de junio de 1977 y constitucionalizado un año después. ¿Por qué?

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La respuesta es clara. Las elecciones del 64 han sido las primeras elecciones de un sistema democrático estabilizado. José María Aznar tenía parte de razón con su tesis de que la generación de Felipe González era la "generación de la transición a la democracia" y que con la suya empezaba la "generación de la democracia". Sólo parte y no toda, como los resultados del domingo han puesto de manifiesto.

Pero parte de razón sí tenía.

Todas las elecciones, desde las del 77 a las del 89, han sido elecciones "constituyentes" o de "administración inmediata y consolidación del proceso constituyente". Las del domingo pasado han sido las primeras elecciones "constituidas" de la democracia española. Formalmente no se han diferenciado apenas de las del pasado. Políticamente han sido otra cosa.

En efecto, todos los procesos electorales anteriores pueden agruparse en dos apartados.

Elecciones constituyentes: las de 1977 y 1979. En ellas se decidió enterrar definitivamente el pasado y sentar las bases para la edificación del sistema democrático del país.. Aunque formalmente sólo fueron constituyentes las primeras, materialmente lo fueron ambas, ya que fueron las segundas las que concretaron la Constitución en puntos tan decisivos como el Tribunal Constitucional y, sobre todo, la interpretación del título VIII de la Constitución, el Estado de las autonomías.

En dicha operación tendrían un protagonismo excepcional os partidos: UCD y PCE, que, sin embargo, serían incapaces de gestionar el cambio que habían contribuido a introducir. Hicieron la transición, pero fueron incapaces de administrarla. Ambos desaparecerían prácticamente del mapa político.

A través de esta selección negativa es como se determinaría el mapa de partidas español. En sentido distinto para la izquierda y la derecha. Mientras en la izquierda sería la opción extrema (PCE) la que desaparecería, afirmándose la opción de centro (PSOE), en la derecha sucedería lo contrario: sería la opción de centro (UCD) la que desaparecería, afirmándose la opción de derecha (AP, después PP) como principal representante de este espacio político.

Dada la vinculación de los dirigentes de AP con el régimen del general Franco y su papel marginal en el proceso constituyente, era evidente que la gestión de la transición, la administración del proceso constituyente, sólo podía corresponderle al centro-izquierda, al PSOE. Y esto es lo que ha ocurrido a lo largo de la pasada década. Las tres elecciones de los ochenta no han sido más que manifestaciones de un mismo proceso histórico: el de la consolidación del proceso constituyente, del cambio introducido entre 1977 y 1979.

Los problemas que había que resolver eran inmensos. Había que construir un "Estado social" que normalizar el ejercicio de los derechos y libertades públicas, que poner en marcha el Estado de las autonomías, que redefinir el papel del Ejército, que despolitizar la monarquía como forma de Estado, que afirmar el papel internacional de España, y en particular su posición en Europa. Había, en definitiva, que modernizar el país. Y hacerlo además en medio de una crisis económica importante.

Dicho esfuerzo no se hubiera podido llevar a cabo casi con toda seguridad con un sistema político competitivo. España, con su casi inexistente tradición democrática, no podía permitirse ese lujo. El precio de la estabilidad y de la modernización del país ha sido un sistema político "hegemónico". No mayoritario, sino hegemónico. Lo que ha caracterizado al sistema político español de los ochenta no han sido las mayorías del PSOE, sino la distancia entre el PSOE y el PP, la ausencia de alternativa.

Y un sistema político hegemónico tiene costes, y costes altos: unas elecciones no competidas tienden a generar, por un lado, el desinterés del cuerpo electoral y, por otro, a acentuar de manera patológica la oligarquización de los partidos políticos.

Un sistema político de este tipo tiende de manera natural a la corrupción. La naturaleza humana es la naturaleza humana, y los procesos oligárquicos con débil control institucional degeneran siempre en la misma dirección. Esto ha pasado en todas partes y España no es una excepción.

Esta era la situación a la que se tenían que enfrentar los ciudadanos en estas elecciones. Por una parte, el país había dado un salto hacia adelante formidable, protagonizando un proceso de avance desconocido en la historia contemporánea de España. Por otra, se había iniciado un proceso de putrefacción que repugnaba a la conciencia ciudadana, a la propia autoestima de la sociedad. Y si el PSOE podía apuntarse en su haber el primer proceso, también tenía que anotarse en su debe el segundo.

Esto es lo que se decidía en estas elecciones, y por eso eran tan importantes. Se trataba de decidir sobre la "gestión del proceso constituyente" a lo largo de toda la década. No solamente sobre la gestión de la última legislatura. Aquí es donde se ha equivocado el PP. Y también publicistas tan avisados como Antonio Elorza o Ignacio Sotelo, que no se han enterado de nada de lo que estaba en juego y por eso, aun diciendo cosas razonables ocasionalmente, han desbarrado sistemáticamente en todo cuanto han escrito en estos últimos meses.

Estas elecciones eran simultáneamente el "punto de llegada" de la "democracia constituyente" y el "punto de partida" de la "democracia constituida". Tenían esa doble dimensión. El electorado tenía que hacer la valoración de la década y tenía que emitir un juicio global sobre el periodo, con sus luces y sus sombras.

Y la reacción de la sociedad española ha sido la reacción de la sociedad básicamente sana. Ha reconocido que la dirección del país ha tenido una dirección acertada, correcta, al mismo tiempo que ha dejado claro que no está dispuesta a tolerar más corrupción, más excrecencias indeseables.

Y lo ha hecho como se tiene que hacer, con unas elecciones competidas, con una campaña hobbesiana, con una participación elevada y poniendo fin al sistema hegemónico.

Justamente por eso, aunque aparentemente los elementos de continuidad son superiores a los de cambio, nada va a ser igual después del 6-J. Quien así no lo entienda no llegará al 97.

El crédito del año 93 no tiene nada que ver con el del año 82. En las democracias constituyentes se toleran cosas que no se soportan en las democracias constituidas. Ésta no es, evidentemente, la única lectura que cabe hacer de los resultados del pasado domingo. Pero sí es la lectura sin la cual no es posible entender ninguna otra interpretación complementaria.

Queda por ver si los partidos, y en particular el PSOE, son capaces de extraer las conclusiones tanto políticas como organizativas.

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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