La cuenta atras Elogio de la duda
La campaña electoral no ha logrado reducir, la gran bolsa de indecisos -en torno a los tres millones que impide avanzar pronósticos enteramente fiables sobre el 6 de junio. Es improbable que los factores de incertidumbre se sosieguen durante esta última semana; la prohibición de los sondeos a partir de mañana sumirá además en las tinieblas a los timoratos que solían buscar una orientación final para su voto en las preferencias ajenas o en las predicciones demoscópicas.El segundo debate televisivo entre Felipe González y José María Aznar programado para hoy -si el tiempo no lo impide- influirá tal vez sobre aquellos electores que no despejaron sus dudas hace ocho días; el infarto de miocardio, sufrido el viernes en Barcelona por Julio Anguita, sobre cuyas espaldas descansaba todo el peso del cargado calendario de actos de propaganda organizados por Izquierda Unida, obliga a recordar que los acontecimientos imprevistos forman también parte de la trama de la historia.
Los desconcertados indecisos nunca se habían visto tan solicitados como ahora por unos cariñosos líderes que les piden con afecto sus papeletas: algunos -los socialistas- con la promesa de rectificar los errores del pasado y otros -los populares- con el juramento de que no rebajarán las pensiones ni demolerán el edificio de prestaciones sociales construido durante la anterior década.
Esta tribu de dubitativos no ha ganado sólo en autoestima, al sentirse unánimente requerida desde todos los partidos; también le asalta el delirio omnipotente de que su disputado voto podría decidir las elecciones: un amigo antropólogo de orientación estructuralista, poco dispuesto a conceder que los montones de arena sean únicamente millones de granos juntos, ha empezado a familiarizarse con la jactanciosa idea de que el resultado del 64 tal vez dependa de su papeleta.
El recuerdo del cuasiempate producido en Murcia en las elecciones de 1989 abona el narcisismo de los indecisos y justifica los llamamientos a la participación electoral.Los afiliados a los partidos se sienten íntimamente irritados por la actitud de unos indecisos cuyos favores tienen que cortejar obligadamente; los militantes más fanáticos descargan sobre esos votantes dubitativos un desdén comparable con el tradicional desprecio leninista hacia las vacilaciones ontológicas y la flojera existencial de la pequeña burguesía.Pero los indecisos no suelen ser gentes pusilánimes de voluntad débil, preferencias caprichosas o deseos inconstantes, ni tampoco neuróticos obsesivos que deshojen interminablemente margaritas; por lo general son ciudadanos defraudados con su antiguo partido pero remisos a un adulterio electoral inmediato: de ahí que la abstención sea el limbo habitual donde los divorciados políticos hacen su trabajo de duelo antes de contraer nuevo matrimonio.Los indecisos posibilitan que la lucha electoral no sea una batalla eternamente repetida entre ejércitos de votantes comprometidos de por vida con unas siglas; es decir, su capacidad crítica garantiza la competencia democrática entre unos partidos demasiado propensos a la inercia idenlógica y a la acomodación del poder
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