Castigo
Algo se mueve en el mundo de los concursos televisivos. Los tiempos en que bastaba con no meter excesivamente la pata para salir del estudio cargado de coches y apartamentos en la Manga del Mar Menor están pasando a la historia. Lo pude comprobar hace unas noches en uno de esos programas para recién casados que emiten algunas autonómicas cuando vi que las pruebas, afortunadamente para el espectador embrutecido que cambia de canal en busca de emociones fuertes, estaban sufriendo un adecuado proceso de endurecimiento.Veamos. En un laguito artificial, las felices parejas de turno (vestidas de boda) se hallan a bordo de sendas barcas. La presentadora les hace preguntas. Cada vez que se equivocan, un miembro de su familia sube al bote y pone en peligro su flotabilidad. La pareja más ignorante va viendo cómo su barca se llena de primos, tías y suegras. Hasta que la nave se rinde y se van todos al agua. Gracias a la cámara submarina vemos cómo el novio pierde un zapato, a la novia se le pone la falda por montera y la abuela es estrangulada por su propia faja. ¡Han perdido!
La visión de este necesario acto humillante me recordó los buenos tiempos de Un millón para el mejor, cuando el gran José Luis Pécker soltaba la carcajada ante un concursante que, intentando subir por una escala de cuerda, había trastabillado y colgaba cabeza abajo con la corbata en la boca. Pécker marcó un camino del que sus seguidores llevaban mucho tiempo alejados. Me alegra ver que el programa de los novios recupera ese espíritu despiadado que recuerda al ser humano que los premios son para el que se los trabaja.
Coches para el triunfador, de acuerdo, pero para el perdedor... ¡vacaciones en Sarajevo y sesiones de picana!
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