Los misterios de la política
Los principios están unas veces para aplicarlos y otras para declararlos con énfasis. Si de verdad queremos aplicar el principio de que el centro de gravedad (le una democracia liberal auténtica está en una ciudadanía activa y no en los partidos políticos, de aquí se deducen consecuencias prácticas y la necesidad de reformas de nuestra esfera pública. Y las reformas tienen que ir en tres direcciones en la de limitar la manipulación emocional de los ciudadanos por los partidos; en la de reducir a proporciones razonables las expectativas de los ciudadanos respecto a los partidos, y en la de: reducir sustancialmente los misterios de la política, como veremos a continuación.Empezando por la manipulación emocional, los ciudadanos tienen que estar alerta a todo, pero para empezar alerta al intento partidista de despertar en ellos los instintos tribales de la izquierda y la derecha. No porque estos instintos sean despreciables, ni mucho menos; casi ningún instinto lo es. Sino porque lo que pueden tener de auténtico (bastante en algunos, poco en muchos) suele ser demasiado confuso como para justificar la identificación con programas y expectativas políticas. Las apelaciones a la izquierda y la derecha despiertan, sí, suspicacias curiosas, que cada uno debería explorar por su cuenta. Pero los partidos tienden a evitar esta exploración. Quizá porque saben que, en cuanto empiece la exploración, si es razonable, las gentes se encontrarán casi sin darse cuenta desplazándose hacia zonas de centro, del sí pero y del no con matices. Son zonas interesantes, que obligan a cavilar y reducen, de paso, las oportunidades de manipulación emocional partidista.
Ya sabemos que, en todo caso, por mucho que los ciudadanos de las democracias liberales nos llamemos pueblo soberano a voz en cuello, y así nos lo hagan saber políticos y periodistas, que lo repiten con fruición, y lo corroboren solemnemente las leyes y las constituciones, en nuestro fuero íntimo no acabamos de creerlo. Probablemente porque, en países como España, no ha habido, durante mucho tiempo, tradición democrática liberal, y falta, por tanto, entrenamiento en el ejercicio cotidiano de vida pública. El hecho es que nuestra soberanía despierta así, sobresaltada, con las elecciones, y permanece en un estado somnoliento, de duermevela, en los largos años de intervalo.
Pero no es sólo cuestión de tiempo y de entrenamiento. Este último depende, también, del desarrollo de una motivación y de una confianza en sí mismos que los ciudadanos pueden adquirir sólo en la medida en que reduzcan sus expectativas respecto a los políticos, y a lo que éstos pueden hacer hoy, y podrán hacer nunca. Sin esta reducción de las expectativas a un nivel razonable, no hay posibilidad de desarrollo de la autoconfianza. Es así de sencillo. Y aquí hay que jugar por los dos lados. Por el lado de los ciudadanos, éstos tendrían que dedicar tiempo y atención a la cosa pública. Y éste es un tema de considerable dificultad, donde es más fácil predicar que dar trigo, en el que no entraré. Sólo quiero apuntar aquí en otra dirección, hacia el lado de los partidos políticos.
La propaganda partidista, exacerbada en momentos de elecciones, está orientada casi sistemáticamente a distorsionar el problema de la responsabilidad política. Por una parte, a exculpar los errores políticos, atribuyéndolos a fuerzas del destino, coyunturas mundiales, legados del pasado u otros convenientes chivos expiatorios, confusos y solemnes. En esto, se pasan de humildes y necesitan un correctivo, que el partido oponente suele administrar con alegre entusiasmo. Pero, por otra, esa propaganda está orientada a la tarea de asumir compromisos, hacer promesas, ofrecer diagnósticos rotundos, proponer soluciones y exhibir una determinación firmísima. Y esto, que parece lo más natural del mundo en la vida política, y en lo cual todos los partidos concurren, sin correctivos, es lo que me parece todavía más preocupante.
Porque entretiene la ilusión, engañosa, de que puede haber una institución-estado, o un grupo-partido, o un partido en el control del Estado, con capacidad para diagnosticar y resolver, en general, los problemas de una sociedad abierta y compleja, de gentes libres, en las condiciones de finales del siglo XX. Y esto es un mito sin fundamento, al que conviene renunciar cuanto antes. La idea de una comunidad de individuos libres, y solidarios, es incompatible con la idea de una instancia central que resuelve sus problemas. Puede resolver sólo algunos, cruciales, y eso a condición de que ello esté sometido a debate público continuo, y de que las soluciones sean consideradas como tentativas y provisionales. Lo que no es eso es seguir dormitando en un sueño dogmático, soñando no ya con la razón absoluta, sino con poderosos llenos de majestad que ven lo que no vemos, comprenden lo que nos resulta incomprensible y deciden por nosotros: próximos, pero lejanísimos, resplandecientes y arcanos.
Y con esto vengo al tema, decisivo, de los misterios de la cosa pública. Que no son hoy sino la versión moderna de los arcana imperii de nuestros clásicos. Misterios y secretos, peligrosos y sagrados, que sólo quienes están en el corazón del poder, o en sus aledaños, pueden contemplar, comprender, compartir.
La vida auténtica de una democracia liberal es compatible con muy pocos misterios, y aun los pocos, acotados, y más en la penumbra que en la sombra. Porque la inmensa mayoría de los presuntos misterios de una democracia liberal son no ya innecesarios, sino peligrosos.
Lo paradójico del asunto es que es relativamente fácil desvelar la mayor parte de los profundos misterios de la vida política. No hacen falta dotes extraordinarias de clarividencia y heroísmo. Son fáciles de comprender. Basta centrar la atención en algunos temas, y mantenerla durante cierto tiempo.
Por ejemplo, lo primero es hacer transparente los tratos entre el sector público y el sector privado. Por eso es tan importante clarificar la financiación de los partidos; y los escándalos de estos años, si no se quedan en meros arrebatos de opinión, nos dan una oportunidad única para dejar el tema en su sitio, evitando el peligro de una deriva hacia la italianización de la vida política. Esto es asunto primordial.
Lo segundo puede ser la observación cuidadosa del funcionamiento del sector público, y de las relaciones entre clase política y actores socioeconómicos. Aquí, probablemente, lo fundamental es concentrar la atención, ante todo, en las prácticas restrictivas de la competencia, que son subsidios encubiertos que pagamos, sin advertirlo, todos los españoles. Después, y sólo después, habría que examinar los subsidios manifiestos. Porque todos estos son favores, que se dan como contrapartida de favores. Y que pueden mantenerse, o no, por la razón que sea. Pero que tienen que ser públicos y notorios.
Podríamos empezar por aquí, y ver qué ocurre. Quizá no mucho. Quizá sólo el espectáculo, un poco triste, pero siempre instructivo, de ver 'a los políticos haciendo propósitos públicos de transparencia, que luego un destino cruel impide llevar a término. Y ver a las fuerzas sociales formulando con energía denuncias de abusos en un campo, que luego compaginan con privilegios discretos en un otro. Y ver el país mecido en confusión y entretenido en olvidarse. Pero quizá unas elecciones como éstas sirvan, al menos, para poner al país en el camino de algo más.
es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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