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Votos y democracia

El pluralismo que las televisiones privadas iba a traer, al menos hasta hoy, permanece enterrado bajo la vigencia de la ley de bronce, según la cual la moneda mala expulsa a la buena. Una velocísima carrera hacia la cumbre de la zafiedad ocupa casi permanentemente la pantalla. Resultados: la quiebra económica de las televisiones públicas preexistentes, la desaparición de una producción propia que pueda llamarse tal, y con ella el hundimiento del cine nacional, la proliferación de ínfimos concursos, los programas de búsqueda, captura y casquería, Carrascal y, en fin, los debates entre un elenco de conversadores tan permanentes como intercambiables y un público seleccionado para que "de verdad se escuche la voz de la calle".Por su trascendencia civil conviene detenerse en este último descubrimiento: un grupo de personas, que se ha convertido en algo así como la sociedad civil de plantilla, hablan entre ellas sobre un tema preestablecido. Sus parrafadas se salpican o saltean con intervenciones del público asistente. En un intervalo de pocas fechas, primero en una televisión privada, luego en una pública, he asistido estupefacto a sendos debates. ¿Existe vida después de la muerte? y ¿Existe Dios? eran los interrogantes que se planteaban. En un caso se llegó a votar.

El ínfimo nivel de la tertulia, la agresividad, desparpajo y cutrez del público interviniente producen una amarga sensación sobre la catadura media de la sociedad civil, pero también lleva, y es lo que aquí se quiere glosar, a una reflexión sobre la democracia. En efecto, el doble mensaje subterráneo que contienen estos debates podría enunciarse así:

1. Todo es opinable o, lo que es equivalente, todos pueden opinar de todo.

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2. Ante la falta de un criterio objetivo sobre quién tiene razón, se vota democráticamente y en paz.

Si se pretende aplicar a la existencia de Dios el método democrático del voto, se insulta a la inteligencia y, además, se hace un flaco favor a la democracia. La democracia no es el sistema en que todo se vota, sino aquel donde impera la libertad de pensamiento, la tolerancia, el respeto a las minorías y, además, se vota para elegir a las personas que se ocupan de la cosa pública. También se vota para decidir cuestiones de interés común en número finito, previamente acordado y reglado. Confundir el sufragio universal con la universalización del sufragio contiene demasiadas gotas de totalitarismo como para ponerse en guardia, precisamente en nombre de la democracia.

Reagan pretendió durante su presidencia que se explicaran en los colegios, y en igualdad de condiciones, la teoría creacionista y la evolucionista. "Al fin y al cabo", decía, "son dos opiniones sobre el origen del hombre, y en una democracia conviene que los jóvenes conozcan todas las opciones". Reagan, que seguramente sigue creyendo que Dios hizo el universo en seis días y el séptimo descansó, confundía, como los debates de marras, la gimnasia con la magnesia. Que el hombre, ese bípedo implume, apareció de repente sobre la tierra con las características físicas y psíquicas que ahora tiene es simplemente falso, y contra esta negación no caben hoy argumentos y nunca votaciones.

Que Dios existe es una afirmación que en lógica (escolástica o moderna) tendrían que demostrar quienes la sostienen (y no, como muchas veces se pretende, quienes la niegan), pero, en todo caso, ante ella tampoco caben votaciones.

Pero hay bastantes cosas más sobre las que no cabe votar, y si no cabe votar, mucho menos utilizar unos resultados en unas elecciones como las del próximo 6 de junio para reducir el ámbito de la democracia. Vale decir: las libertades públicas, la tolerancia y el respeto a las minorías. Por suerte, ninguna de las fuerzas políticas relevantes españolas plantea nada parecido, sino al contrario. Empero, el temor puede venir de una sociedad civil cuyas simplezas a propósito de la democracia aparecen aquí y acullá en los citados debates televisivos, en aulas universitarias y en manifestaciones públicas o privadas. Sólo falta el sectario o el demagogo que las quiera cabalgar.

Si el sectario tiene poder en el Estado, el riesgo es mayor. Veamos un par de ejemplos. Hace pocas semanas se hizo pública una sentencia condenatoria contra la campaña preventiva del Gobierno conocido por su lema: Póntelo, pónselo. Los dos magistrados que firmaban la sentencia (hubo un voto particular de un tercer magistrado) pertenecen, según la información publicada, al Opus Dei. Con todos los respetos para esta institución católica y para sus miembros, resulta preocupante que desde un poder del Estado se antepongan las ideas personales sobre el pecado a la imprescindible tolerancia democrática. Con estos antecedentes, la abundante presencia de miembros del Opus Dei en el seno del Partido Popular produce intranquilidad.

Por su parte, el concejal de Madrid señor Matanzo, que pertenece al ala populista de ese partido, se especializó en cierres de locales, alguno como el centro de acogida de prostitutas promocionado por una institución pública. Para ellos aplicaba selectivamente el reglamento. Nadie se equivoque, en el uso del zotal contra "putas, maricones y cómicos" el señor Matanzo no estaba solo, sino que tenía el apoyo de muchos miles de convecinos y, conviene recordarlo, si se sometiera a referéndum la actitud de don Ángel Matanzo tendría muchos votos. Por eso no debe olvidarse que hay principios sobre los cuales no es legítimo votar, pero en todo caso es conveniente reflexionar, a la hora de acercarse a las urnas para elegir senadores y diputados, sobre lo que los candidatos prometen, pero también ha de contar, y mucho, lo que esos candidatos piensan sobre asuntos que no se van a votar, y muy concretamente importa su talante respecto a la tolerancia.

Joaquín Leguina es presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid.

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