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Aires de virtud

Una cosa ha pasado inadvertida: el fantasma del desorden italiano ha atormentado a la sociedad política francesa. Nadie hablaba de ello, pero todos lo pensaban. Lo que en Francia se retiene de Italia no es lo que ha dicho de ella Umberto Eco: que allí el pueblo y sus jueces llevaban a cabo una toma de la Bastilla todos los días y una revolución de 1789 todas las semanas. Lo que se ha retenido es que, al otro lado de los Alpes, la democracia, el régimen parlamentario y republicano de la democracia italiana, estaba en peligro, y que eso podía ser contagioso.No sé si esta obsesión secreta ha tenido algo que ver en los resultados electorales franceses, pero hay que reconocerlo: nunca una democracia ha funcionado mejor que la democracia francesa durante las dos consultas electorales que acaban de llevar a una victoria sin precedentes de la derecha. Tras un periodo en el que las revelaciones mancillaban un día al primer ministro socialista y al otro al alcalde de derechas de Lyón, las jornadas electorales han sido ejemplares. Ni un solo acto de violencia, ni un solo ataque a la vida privada de ninguno de los candidatos, ni un fraude alrededor de las urnas, ni una sola discusión de los resultados.

Y más todavía. Desde que se conocieron las derrotas y las victorias, los vencidos se han comportado con la humildad de culpables sancionados por un justo veredicto. Y los vencedores, como electos que no estuvieran sino sacando provecho del descrédito fortuito de sus adversarios. Los primeros se han tragado su amargura y los segundos su triunfalismo. No se sabe cuánto tiempo durará esta virtuosa actitud, pero, de momento, no hay ningún espíritu de revancha ni de restauración.

El Gobierno formado por Edouard Balladur está hecho a imagen de su primer ministro: serio hasta resultar apagado, discreto hasta ser taciturno, desdeñoso hacia todo artificio y todo aparato hasta arriesgarse a revelar una falta total de imaginación. Además, la virtud está encamada en este Gobierno por Simone Veil, que estuvo deportada, que fue promotora de la ley de liberalización del aborto y presidenta de la Asamblea Europea, y cuya autoridad moral e intelectual nadie discute. Hay dos cuestiones esenciales sobre las que el Gobierno de Balladur luce abiertamente sus colores -los que desearía François Mitterrand-: es europeo y partidario de la paridad del franco con el marco. Junto con François Mitterrand y Valéry Giscard d'Estaing, Simone Veil es probablemente la personalidad más europea de Francia.

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Pero el contraejemplo italiano está lejos de explicar por sí solo estos aires de moralidad y de humildad que han soplado en la sociedad política francesa. El análisis escrupuloso de los votos, los sondeos y las encuestas ha llevado a todos los responsables de la nueva mayoría a la conclusión de que su elección se debe única y exclusivamente a un problema: el paro. Y han llegado también a otra temible conclusión: quienes los han elegido no creen que estos responsables vayan a ser capaces de reducir el número de parados. "El paro no es una fatalidad", proclaman sin parar los candidatos al poder, en todos los países de Europa y de Occidente. Los pueblos son escépticos. No sólo creen que sea una fatalidad, sino que temen que sea la maldición del siglo.

Por eso los miembros más sagaces del Gobierno de Balladur se han dicho que, durante los dos años que los separan de las elecciones presidenciales de 1995, tendrán que demostrar su eficacia en otros ámbitos aparte del de la lucha contra el paro. Si, gracias a los alemanes, se produce el milagro; es decir, si bajan los tipos de interés, si la recuperación se consolida en Estados Unidos y repercute aunque sea débilmente en Europa, si se consigue convencer a los jefes de las empresas de que la solución a sus problemas no está sólo en el despido masivo de los empleados, entonces puede esperarse detener el aumento del número de parados, aunque no invertir el proceso.

En tales circunstancias, los dos ámbitos en los que este Gobierno podría intentar hacer su demostración son el social y el de seguridad. Por lo que respecta a lo social, será difícil hacerlo mejor que Pierre Bérégovoy, el ex primer ministro, si se mantiene su política financiera del franco fuerte. Pero se pueden inventar alternativas, como una política que fomente las gran des obras, los pequeños oficios y otros artificios. La lucha con tra la inseguridad será lo que constituya uno de los caballos de batalla del Gobierno. Es el caballo que va a montar Charles Pasqua, que recupera el Ministerio del Interior, que ya ha bía ocupado durante la primera cohabitación, de 1986 a 1988. Ahora bien, la lucha contra la inseguridad no consiste sólo en aumentar los efectivos de la policía. Consiste sobre todo, según el planteamiento de Pasqua, en atajar los problemas de la inmigración clandestina, donde las estadísticas muestran, desgraciadamente, que se encuentra el mayor número de pequeños delincuentes y de grandes traficantes de droga. Cuando el líder xenófobo del Frente Nacional, Jean-Marie Le Pen, señala que las cárceles están en su mayor parte llenas de inmigrantes, no lo hace de forma inocente, y utiliza este hecho de manera casi sediciosa. Pero, a juzgar por la mera realidad de los hechos observados, no se equivoca, todo el mundo lo sabe, y a eso se debe sobre todo el que su formación política se haya implantado sólidamente en varias regiones de Francia y sobre todo en Bouches-du-Rhöne (Marsella) y en los Alpes Marítimos (Niza). En esta última región, y hasta el Delfinado (Grenoble), se cree haber descubierto recientemente redes de mafiosos. El periódico de Grenoble se ha hecho eco incluso de un rumor según el cual era la Liga Lombarda la que había informado a las autoridades francesas. Desde entonces se trata con un poco más de consideración a los miembros de la Liga.

Las elecciones se celebraron el domingo 28 de marzo. El lunes, el presidente socialista invistió al primer ministro de derechas. El martes, el Gobierno estaba constituido. El miércoles se reunía en el Hôtel Matignon, y el primer Consejo de Ministros en el Elíseo se celebró el viernes. Es un récord. Algo nunca visto. Como si, una vez más, Francia quisiera evitar todo patinazo de la democracia y todo descrédito de su imagen. Es cierto que hay diez millones de abstenciones y, hecho sin precedentes, millón y medio de electores que han votado en blanco. Es cierto que hay un buen número de protestas contra el sistema de escrutinio mayoritario que lleva a excluir de la Asamblea Nacional a los cinco millones de electores que han votado ya sea a los ecologistas o al Frente Nacional. Pero el sistema ha funcionado. No se puede sospechar de la más mínima maniobra dilatoria o de cualquier otro tipo por parte de François Mitterrand para poner obstáculos a la nueva mayoría. Es cierto que, en su desgracia, le queda al menos este consuelo: el Gobierno de Balladur es ciertamente el Gobierno conservador menos susceptible de poner en cuestión las grandes orientaciones del Gobierno socialista.

Hay que insistir en el sistema de escrutinio mayoritario, puesto que es objeto de un debate que interesa a todos los pueblos europeos, a excepción del pueblo alemán, que, al parecer, ha encontrado el ideal. Es cierto que el escrutinio mayoritario es injusto en la medida en que favorece de manera abusiva a las grandes formaciones políticas. Pero los politólogos recuerdan que la filosofia de semejante escrutinio no es reflejar la realidad nacional, sino favorecer el surgimiento de una mayoría capaz de gobernar. La democracia es en este caso más eficaz que representativa. Dado que en Francia es un escrutinio a dos vueltas, en la primera se, elimina y en la segunda se elige. Es cierto que el escrutinio proporcional ha causado los estragos que todos sabemos en Italia, en Israel y en otros lugares donde es imposible gobernar. Pero no hay que olvidar que el escrutinio mayoritario acaba resultando escandaloso si no se le inyecta una dosis de proporcionalidad.

El virtuoso Gobierno de Balladur está examinando la cuestión: la verdad está entre el sistema a la italiana y el sistema a la inglesa.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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