Aplaudir o rabiar, pese es el dilema
Nadie tiene el derecho a quejarse en una sociedad de mercado, democrática además, donde todo, o casi, está en los anaqueles de las tiendas y en la oferta comercial. De modo que si se busca una cosa con más o menos ahínco es seguro que se termina encontrándola. Incluido lo más insólito, minoritario o inverosímil. Por supuesto que hay gustos mayoritarios, pero si alguien muestra su preferencia, digamos, por el cultivo de un tipo determinado de setas, las películas de Ingmar Bergman, la música mozárabe o las costumbres sexuales de tal o cual tribu del África profunda es seguro que no sólo podrá documentarse al respecto, sino que también encontrará con quien compartir su afición. No se puede negar que estamos en una sociedad heterogénea en la que siempre hay un roto para un descosido.O sea, que la oferta está en condiciones de cubrir cualquier tipo de demanda. Entonces, ¿a qué viene quejarse? Los que lo hacen y dicen que lo único diferente son las marcas y que los mensajes son similares, cuando no idénticos, tanto en la política como en los medios se quejan de vicio. No tienen razón cuando afirman que vivimos en una sociedad de comparsas y aplaudidores de las deidades televisivas, de sustitución de los valores éticos y estéticos por audímetros, de sublimación de la horterada y de recuperación de los peores estereotipos del pasado. Eso son monsergas, y quienes lo afirman, nostálgicos de no se sabe bien qué paraíso. Son los apocalípticos que decía UmberioEco antes de escribir El nombre de la rosa. Ahora, el que no se integra es porque no quiere, y no porque no tenga a su disposición todas las posibilidades del mundo para realizarse y para sentirse a gusto. Basta con que no se conforme con los gustos dominantes y revuelva un poco en el supermercado más cercano, donde la oferta de publicaciones es asombrosa, o indague en la programación de madrugada de cualquier canal de televisión, o pregunte en el registro de partidos políticos del Ministerio del Interior.
Sin embargo -siempre hay un sin embargo para algunos-, hay motivos para interrogarse sobre las posibilidades reales de supervivencia, por supuesto intelectiva, en la sociedad española de finales de este siglo XX. Nada que objetar, allá cada cual con sus preferencias y capacidades, a la proliferación de mensajes dirigidos a un público que, en principio, se considera absolutamente idiota y carente de juicio. Y que además se envuelva en un ropaje estético de inenarrable cutrerío. Se apaga el televisor y aquí paz y después gloria. Nada que decir tampoco sobre los nuevos, y viejos, que de todo hay, predicadores que ostentan la titularidad de tribunas para excomulgar y despotricar sobre todo aquel que osa discrepar de sus, algunas de reciente adquisición, convicciones morales o políticas. Tampoco es cuestión de escandalizarse, a estas alturas, porque la demagogia y el más barato de los populismos se haya apoderado, cada vez más, de muchos discursos políticos. A aquéllos basta con no leerlos, y a los otros, con no votarlos. El problema está en saber si se puede vivir al margen de ese gran tinglado de la farsa. De ese permanente espectáculo de autopremios, galas y aplausos generalizados. Y complacencias diversas. La pregunta es cómo sobrevivir y cómo relacionarse con el entorno cuando no se aguantan los culebrones, se abomina de los concursos, no se cree en los talk show, se aburre uno con la exhibición de la violencia, bosteza con las comedias de cine español del destape o con las españoladas de los cuarenta y le trae absolutamente sin cuidado el equipo que vaya a ganar la Liga de fútbol. Porque el problema no está en apagar el televisor y no acercarse a los quioscos. El problema está en salir a la calle y que te pregunten por Nieves o por Mercedes, por Raffaella o por Encarna, por Lobatón o por El Butanito, por Carmen, Concha o Lola... Y, para colmo, que no te hagan reír los chistes de Martínez Soria. Que te pregunten y que no tengas nada que decir. O, lo que es peor, que se te escape y digas lo que piensas. Que siempre será, por cierto, de la misa la media. Igual que con los políticos y sus discursos.
De modo que a eso estamos llegando algunos. A no salir a la calle por miedo a no estar a la altura de las circunstancias y ser señalado con el dedo por aguafiestas y contrarregueras. Y, lo peor, por elitista y diletante. Cómo estarán las cosas que hasta el casi siempre lúcido Fernando Savater ha llamado predicador a Sánchez Ferlosio por atreverse a decir lo que algunos, bien es verdad que pocos, piensan. Sobre la bicha y sobre bastantes más cosas. Por ejemplo, sobre esos queridos compañeros y compañeras, muchos de ellos colegas en antiguas guerras que no eran las púnicas, en las que se luchaba tanto por una revolución ética como estética, metidos de hoz y coz en esa disparatada competición donde la lucha por la audiencia y por la tirada no conoce límites ni barreras en los contenidos. Y si viene al caso, que últimamente suele venir a menudo en forma de crimen de Alcásser, fuga de una menor con su profesor o las desventuras de una niña de cinco años, entre otros episodios igualmente abracadabrantes, pues se enseña todo lo que haya que enseñar y, si procede, se manipula lo que haya que manipular. Porque eso es lo que la gente quiere y no otra cosa.
Pero, naturalmente, no todo es prensa, ni radio, ni televisión. Los medios de comunicación son importantes en este, ¿cómo lo diría sin ofender?, desparrame. Pero no son los únicos en atender a la demanda predominante. La oferta del mercado es mucho más amplia en una sociedad que si no compra vende. Está también la política, que no parece pasar por un buen momento de creatividad. Ni es tampoco escuela de buenas costumbres.
Bien. En este país estamos y no hay otro. La vieja polémica entre apocalípticos e integrados ya no tiene sentido. Existe una cultura que predomina, y el resto es paisaje, guarnición u hoja de parra. El grado de adecuación o acomodo dentro de ella es, por supuesto, libre. Aunque, a decir verdad, no es del todo cierto aquello de que las cosas son como son y si quieres las tomas y si no las dejas. No es cierto, porque la insatisfacción y la protesta no sólo se toleran mal, sino que además, de hecho, no tienen cauces para manifestarse. Salvo que uno se condene a sí mismo al gueto. Queda el derecho al pataleo, pero ¿dónde ejercerlo en una platea donde sólo entran los invitados de claque? Aplaudir o rabiar, ése es el dilema ante un espectáculo que, según dicen los entendidos, no ha hecho más que empezar. El espectáculo de la política, el de los medios de comunicación, el de eso que se ha venido a llamar cultura de masas. El espectáculo, en definitiva, de un país que se desliza hacia el páramo. ¿Estamos a tiempo de pararlo?
es periodista.
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