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Tribuna:
Tribuna
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Padres nuestros

Fernando Savater

El pasado mes de noviembre, por cuestiones que no es del caso rememorar, los estancos de Italia padecieron una huelga singular. Durante unas pocas semanas resultó imposible conseguir en ellos los usuales cigarillos (aunque se siguió vendiendo otro tipo de tabaco, según tengo entendido). Los efectos de esta privación no se hicieron esperar: los escasos paquetes en venta fueron subiendo más y más de precio; apareció un mercado paralelo de revendedores y contrabandistas que especulaba con las marcas más cotizadas; tengo el testimonio directo de un amigo que me informó de que, a las tres semanas de huelga, el pitillo rubio americano se conseguía a mil pesetas la unidad... Si el desabastecimiento legal hubiese durado un poco más, habrían comenzado las adulteraciones y los consiguientes envenenamientos; los mafisos habrían tomado parte activa en el asunto; los fumadores con síndrome de abstinencia habrían tenido que convertirse en delincuentes o en víctimas de los delincuentes... ¿No les suena todo el asunto? Sí, en efecto: así nació en su día el "problema" de la droga, es decir, el causado por la desaparición arbitraria del mercado legal de algo que los consumidores quieren vivamente conseguir en él.La evidencia, sin embargo, sigue estrellándose contra los intereses creados que mantienen la prohibición, o la torpeza y pusilanimidad de los políticos, que, convencidos ya de que es nefasta, no saben cómo ir aboliéndola gradualmente. La información antiprohibicionista es siempre casi clandestina, nunca noticia de primera página como la captura de importantes alijos (tan convenientes para que se activen los precios y aumente la adulteración del producto). Poco eco han tenido las declaraciones del juez italiano, próximo al desventurado Falcone, que ha señalado la conexión entre la irrefrenable irreflexión reciente del poder de la Mafia y la prohibición de la droga, del mismo modo que en Estados Unidos el gansterismo fue lanzado al estrellato por la prohibición del alcohol. Las declaraciones conjuntas de varios alcaldes europeos de ciudades especialmente afectadas por el tráfico ilegal, o las del propio Parlamento Europeo, cada vez más escépticas respecto a la eficacia del prohibicionismo y aun despenalizado ras, tampoco han merecido demasiada publicidad. Seguro que la mayoría de los lectores ni siquiera ha oído hablar de la LIA, la Liga Internacional Antiprohibicionista, que agrupa a políticos, médicos, policías, jueces, sociólogos, etcétera, de diversos países. En cambio, se ha concedido enorme relevancia, como si fuera una exótica novedad, al hecho de que altos mandos de la brigada antidroga de la Guardia Civil estén envueltos en el pago con sustancias prohibidas a los confidentes o en el tráfico para lucro personal con parte de lo incautado. Ah, pero ¿qué creían ustedes que pasa en todos los demás países? Para arreglar el asunto, ciertos genios del orden comienzan a decir que habría que dar el visto bueno a algunos de estos comportamientos, imprescindibles por lo visto en nombre de la eficacia (es decir, la eficacia que hace que el negocio de los traficantes cada día sea más próspero y las víctimas cada vez más numerosas). Puede ser un primer paso: ¡el tráfico de drogas despenalizado... siempre que lo lleven a cabo policías de la brigada antidroga!

En este nuevo año que comenzamos quizá se extingan cosas valiosas, e incluso es posible que nos libremos de alguna lacra temible, pero que el paternalismo va a seguir gozando de venenosa buena salud es algo que no me ofrece duda alguna. Nunca ha sido tan floreciente la oferta de padres institucionales ni tampoco su correspondiente demanda, lo cual aún es más decepcionante para los escasos adultos libres que nos empeñamos en seguir siéndolo. Cada vez resulta más impopular decir que los conflictos de las personas con sus tentaciones son asunto de ellas (y quizá, preventivamente, de sus educadores), pero desde luego no de los médicos ni de los policías. La tendencia general es a medicalizar todo lo que no se puede criminalizar: cualquier conducta públicamente desaprobada se convierte en asunto clínico, aunque la clínica constituye además un buen pretexto para justificar la intervención policial. El comilón es un bulímico; el jugador, un ludópata; el ladrón, un cleptómano; el mujeriego, un sexópata; el ebrio, un toxicómano, y se les envía al hospital en cuanto se les pilla descuidados o si ellos lo solicitan para volver a ser amados por el temible prójimo, pero siempre con tanto fundamento científico como tenían los estalinistas para enviar a los disidentes políticos al manicomio. Si alguien hace algo que le sienta mal o que sienta mal a sus vecinos, lo que está de moda hacer es ponerle enseguida en tratamiento y convertir las pasiones en dolencias, los defectos en sucedáneos alucinatorios de la gripe o del cáncer. De estas cuestiones se ocupaba antes la moral, pero ahora sólo se la emplea para juzgar sobre política, con el notable resultado de que ya sea igual de inútil como arte de vivir que como arte de gobernar.

Lo más significativo del paternalismo político es que se corresponde a la dimisión generalizada de los padres afectivos. Como los padres, digamos, naturales no quieren o no saben ejercer como tales (en ocasiones más disculpables realmente no pueden), el Gobierno tiene que saber, querer y poder ser padre de todo el mundo. Como nadie quiere ser en su casa mayor de edad respecto a los maneres que él, lo mejor es que todos seamos tratados gubernativamente como menores de edad y así ya no hay rencores ni culpabilidades. Se ha visto bien claro hace poco con el vergonzoso asunto de los teléfonos 903. Los mismos que no podían controlar sus propias llamadas o las de los miembros de su familia tenían claro que esa vigilancia debía ser gubernativa: confunden interesadamente sentirse " Inocentes" (y aun víctimas) con proclamarse irresponsables. En un programa sobre el tema en Euskal Telebista, escuché a una chica de 16 años, que había regalado a sus padres una minuta telefónica de un millón de pesetas, asegurar respecto a una party-line: "Era como una droga". Pese a su evidente descerebramiento, la nena sabía lo que hay que decir para que no le puedan a uno pedir cuentas, que para eso está la sociedad". La madre, que hacía bueno lo que de que "de tal palo tal astilla", tenía clarísimo que la factura había que pasársela a Felipe González. Todas las simpatías populares estaban, claro, con ella.

Administradores y administrados coinciden al menos en que la solución para todas las tentaciones es prohibir lo que nos tienta. Magnífica solución, en una sociedad de libertades individuales, de avances químicos o tecnológicos, de oferta comunicacional cada vez más imaginativa y, por tanto, más perversa. Nunca ha sido muy sensato suponer que las intervenciones meramente represivas pueden salvar a nadie de sus propios fantasmas, pero ahora resulta nítidamente demencial. Lo cual no desanima, desde luego, a los Savonarolas vocacionales que tanto abundan, amén de brindar nuevas coartadas a la expansión de la burocracia estatal. Las pasadas fechas navideñas vienen cada año acompañadas periodísticamente por artículos contra los males de la publicidad televisiva dirigida a los niños, tan previsibles como las columnas antitaurinas de Manolo Vicent allá por San Isidro o las 12 campanadas en la Puerta del Sol. El más extenso de ellos que yo conozca fue el de Antonio Muñoz Molina en estas mismas páginas, pero seguro que ha habido otros cien. El argumento de fondo siempre es el mismo: los niños ven los anuncios en hipnotizada soledad, como víctimas de la magia negra. Y como frente a malvados hechiceros, sólo caben dos reacciones ante los anuncios (y de paso ante casi todo lo que aparece en televisión): la obediencia del zombie o la hoguera del inquisidor. La idea de que alguien pueda reírse en familia de esos anuncios, comentarlos y poner en tela de juicio sus ofertas, en una palabra, aprender a través de ellos desde pequeños a resistir las seducciones publicitarias y a discriminar entre lo

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es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.

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