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De la ilusión al cansancio

Juan Luis Cebrián

Cuando el director de EL PAÍS me sugirió que hiciera yo la entrevista (véase El País Domingo de hoy) que el presidente del Gobierno había concedido al diario con motivo de los 10 años de su mandato, me vino enseguida a la memoria un pequeño experimento intentado tiempo atrás con García Márquez para un libro sobre el Nobel. Se trataba, como se trata hoy, de evitar todo protagonismo del entrevistador dándole al interrogado la exclusividad de la palabra y construyendo así un pequeño entremés de un solo personaje. Pensé que el truco era excepcionalmente apropiado en el caso de Felipe González. Los aspectos teatrales del poder, y el carácter de representación que adquieren comúnmente sus actos, quedarían subsumidos en esa conversación convertida en monólogo. Y éste, además, tendría oportunidad de acercarse, por momentos, al que se hilvana en el diván del psicoanalista o en la soledad de la meditación.Naturalmente, una cosa así exige siempre la colaboración del entrevistado, porque el texto acaba siendo una fusión inevitable de las preguntas o comentarios de uno y las respuestas del otro. Tratándose además de un jefe de Gobierno en activo, la precisión del verbo no está sometida tanto al brillo literario como a la intención o la prudencia políticas. De manera que el soliloquio salido de mi pluma ha sido revisado y corregido por el propio González, que quizá, y pese a mis advertencias en contrario, no haya podido escapar a la tentación de creerse ante el auditorio de un mitin y no ante una platea. Como es obvio, las breves indicaciones escenográficas que acompañan a cada cuadro son de mi exclusiva responsabilidad.

En mi opinión, el discurso -entre intimista y frío- que emana de las reflexiones del presidente pone de relieve el cansancio que éste padece después de dos lustros de ejercicio del poder. Cansancio que amenaza también a los ciudadanos, hartos quizá, o decepcionados, con la situación que ahora vivimos después de años de prosperidad y bonanza. González se muestra, no obstante, dispuesto a encabezar la lista electoral de las próximas legislativas, probablemente movido por una especie de sentido de la responsabilidad o quién sabe si empujado por aquellos de su partido que temen un desastre personal y político en caso de que el presidente se retirara del juego. Lo que resulta mucho más dudoso es que la responsabilidad o el miedo -la afección parece ya que es imposible- lleven a los votantes a otorgar nuevamente una mayoría absoluta al PSOE.

En una coyuntura así, la consecuencia probable, o posible, es que dentro de no muchos meses tendremos un Gobierno de coalición. Y aunque algunos puedan recordar las intracoaliciones franquistas -entre falangistas, democristianos, juanistas, etcétera, amalgamados todos en el servicio a la dictadura-, una experiencia semejante no la han vivido los españoles desde los días de la guerra civil. O sea, que prácticamente no la han vivido en absoluto la inmensa mayoría de los ciudadanos.

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La cuestión es saber quiénes se coligarían, si llega el caso, y en este punto el fantasma acerado del catalanismo parece cernirse sobre las sombras que rodean al presidente, acuciado como no le he visto en mucho tiempo por el rechazo a los nacionalismos, salvo el español, y empeñado, con una firmeza obsesiva, en continuar el proyecto europeo tal y como ha sido diseñado en los meses recientes.

Cuando yo preparaba los materiales que habrían de servirnos para la entrevista, me iba haciendo una idea propia respecto a los resultados de esta década cuya celebración ven enturbiada los socialistas por una de las mayores crisis económicas que recuerda el siglo y por esa situación de agotamiento y frustración de la ciudadanía. Y llegaba a la conclusión de que el balance global, visto en la perspectiva del tiempo y al margen la pasión, el rencor o la estupidez de algunos comentaristas, es verdaderamente brillante. Lo que para nada significa que la vida sea de color de rosa.

Los libros de historia hablarán de Felipe González como del estadista que estabilizó la democracia y resolvió las tensiones con los militares apenas dos años después de una criminal intentona de golpe de Estado. Este me sigue pareciendo el mayor activo -y nada desdeñable- de todo su periodo de gobernación. El que ha determinado la durabilidad de su mandato. Ha desaparecido el miedo social a la violencia -pese a la persistencia del terrorismo- y se ha normalizado la vida política. El bienestar económico derivado de una situación así tiene, por lo demás, mucho que ver con el ciclo de expansión internacional de los ochenta; lo mismo que las dificultades de hoy buscan su justificación en la debilidad de otras economías.

Diez años después de la llegada de Felipe González al poder, España se encuentra más pertrechada para encarar el futuro, más sólida frente a las interrogantes internacionales y más fortalecida en términos de infraestructura y equipamiento industrial. Pero los españoles no somos necesariamente más felices. No se ha abordado seriamente la transformación del poder que muchos ambicionaban. Y es ya evidente que no se ha hecho nada, o muy poco, por el fortalecimiento de la sociedad civil. En lo que respecta al Estado de las autonomías, la situación no ha mejorado, pese al apoyo que el PNV y Convergència han venido prestando al Gobierno.

Pero lo que me parece más revelador es que una parte considerable de los españoles que votaron al PSOE han perdido la ilusión. No es sólo una cuestión de biología. El derrumbe de las utopías como motor de la historia ha coincidido en nuestro caso con la implantación por el Gobierno de un pragmatismo descarnado en su gestión. El derrumbe de los mitos de la izquierda, su acomodo al disfrute del poder y el rencor desesperado de la derecha ultramontana han sumido al país en una perplejidad notable. La debilidad de la alternativa parlamentaria -quizá hoy no tan endeble como desde el propio PSOE se quiere asegurar- agudiza el escepticismo de los ciudadanos. Las divisiones internas del partido socialista acumulan interrogantes, angustias y abandonos.

La tendencia demagógica a presentar a nuestras autoridades como una partida de pillos, dispuestos a llevarse cuanto encuentren, es un factor decisivo de la desmoralización pública existente hoy. Pero eso no libera de culpas al Gobierno ni a la clase política en general. Ha habido muy poco coraje y casi ninguna convicción por parte de éstos a la hora de reconocer la magnitud de la corrupción existente y de proceder al castigo de los culpables. Y ha habido igualmente mucho cinismo social al no admitir que la corrupción política o administrativa han corrido parejas a la que existe en el mundo de los negocios privados.

En cualquier caso, y al margen las expresiones más o menos sinceras de satisfacción o protesta por el saldo que arrojan estos 10 años, es lamentable comprobar que no han servido para fortalecer moralmente a la sociedad. Esta se ha apartado de pautas de comportamiento solidarias, dando paso a una expresión de individualismo en ocasiones salvaje -eso que llaman la cultura del pelotazo- Y es tal la desorientación y la falta de criterios que la mueven que hemos conseguido convertir a un personaje de la ralea de Ruiz-Mateos en un héroe de opereta mientras condenamos al ostracismo a Miguel Boyer, verdadero artífice de los años recientes de prosperidad económica.

Por ello es preciso preguntarse si los socialistas, y este equipo concreto que nos gobierna, tienen ahora una oferta atractiva y conservan la suficiente credibilidad como para seguirlo haciendo en el futuro. La declaración formal que ha hecho Felipe González respecto a su voluntad de seguir habrá servido para tranquilizar a aquellas conciencias presas del vértigo que cualquier cambio les produce. Pero el reconocimiento del liderazgo personal de González -el Felipe de la transición- como uno de los elementos más sólidos en el haber de su partido, y de la sociedad española, amenaza con engolfarnos en el fulanismo. Y la comprensible resistencia a aceptar que existen hombres providenciales -independientemente de la valoración de las cualidades de cada uno- ha llevado a algunos a denunciar pulsiones franquistas de este periodo de la historia de España. La comparación ofende a la inteligencia y a la honradez intelectual. Pero no se pueden negar las dificultades que padece la clase política para el alumbramiento de nuevos dirigentes. Y mientras la situación sea la misma, los sentimientos de frustración y engaño, la pérdida de horizontes, continuarán dominando el panorama de la opinión pública.

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