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La muerte del Che

Mario Vargas Llosa

Nada ilustra mejor el extraordinario cambio de la cultura política de nuestro tiempo que la manera casi furtiva con que ha transcurrido el aniversario de la muerte de Ernesto Guevara, asesinado hace 25 años -el 9 de octubre de 1967- por un sargento obediente y asustadizo, en una aldea perdida del oriente boliviano.El legendario comandante de largos cabellos y boina azul, con la metralleta al hombro y el habano humeando entre los dedos, cuya imagen dio la vuelta al mundo y fue durante los sesenta símbolo de la rebeldía estudiantil, inspirador de un nuevo radicalismo y modelo para las aspiraciones revolucionarias de los jóvenes de cinco continentes, es ahora una figura semiolvidada que a nadie inspira ni interesa, cuyas ideas se han petrificado en libros sin lectores y al que la historia contemporánea desdibujó hasta confundirlo con esas momias históricas de tercera o de cuarta arrumbadas en un lugar oscuro del panteón.

Ocurre que en estos cinco lustros los acontecimientos sociales y políticos han desmentido con rudeza todo lo que el Che predicó, y empujado a la humanidad por un rumbo exactamente opuesto al que él quería. Del socialismo sólo la versión aburguesada y democrática sobrevive; la otra, la que él defendió, ha sido borrada del planeta por acción de las masas que la padecían, como en Rusia y Europa central, o ha degenerado y mutado en un extraño híbrido, como en China Popular, donde el partido comunista acaba de aprobar, triunfalmente, en su último congreso, la marcha indetenible del país hacia el mercado y el capitalismo bajo la dirección esclarecida -¡y unica!- del marxismo-leninismo-maoísmo. En América Latina, en África, los escasos focos revolucionarios se extinguen y los supervivientes negocian la paz y se convierten en partidos políticos dispuestos -por lo menos de boca para afuera- a convivir con los adversarios dentro de sistemas multipartidarios. Es verdad que la democracia liberal no se ha extendido por todo el mundo, pero parece difícil negar que sea, hoy en día, el sistema político más expansivo y pujante, el que gana más adeptos en todos los continentes, aun cuando entre los recién convertidos a la filosofia de la libertad abunden las versiones defectuosas y las caricaturas. Pero quien rivaliza con la democracia como alternativa ya no es el socialismo, por el que el Che fue a combatir a Bolivia con un puñado de compañeros cubanos, sino los regímenes fundamentalistas musulmanes y los rebrotes y forúnculos fascistas en las viejas o nuevas sociedades abiertas.

La figura del guerrillero ha perdido su aureola valerosa y romántica de antaño. Ahora, detrás de las barbas y las melenas al viento de aquel prototipo que hace 20 años parecía un generoso idealista, se vislumbra la fanática y cobarde silueta del terrorista que, emboscado en las sombras, vuela coches y asesina inocentes. Encender "dos, tres Vietnam" pareció a muchos, entonces, una consigna apasionada para movilizar a toda la humanidad doliente contra la explotación y la injusticia; ahora, un auténtico defino psicópata y apocalíptico del que sólo podría resultar más hambre y violencia de la que ya sufren los pobres del mundo.

Su teoría, del "foco", esa punta de lanza móvil y heroica cuyos golpes irían creando las condiciones para la revolución, no funcionó en ninguna parte y sirvió, sí, en América Latina, para que millares de jóvenes que la adoptaron y pretendieron materializarla se sacrificaran trágicamente y abrieran la puerta de sus países a despiadadas tiranías militares. Su ejemplo y sus ideas contribuyeron más que nada a desprestigiar la cultura democrática y a arraigar en universidades, sindicatos y partidos políticos del Tercer Mundo el desprecio de las elecciones, del pluralismo, de las libertades formales, de la tolerancia, de los derechos humanos, como incompatibles con la auténtica justicia social. Ello retrasó por -lo menos dos decenios la -modernización política de los países latinoamericanos.

La revolución cubana que el Che Guevara ayudó a forjar, luego de una gesta de la que fue el segundo gran protagonista, ofrece ahora un aspecto patético, de pequeño enclave opresivo y retrógrado, cerrado a piedra y lodo a toda forma de cambio, donde la brutal caída de los niveles de vida de la población parece ir- en relación directamente proporcional con el aumento de las purgas internas y la represión contra el menor síntoma ya no de disidencia, sino de mera inquietud del ciudadano común cara al futuro. La sociedad que en su tiempo pareció a muchos faro y espejo de una futura humanidad emancipada del egoísmo, el lucro, la discriminación, la explotación, se ha convertido en un anacronismo histórico al que a corto o medio plazo espera un desplome dramático.

Por todo ello, y mucho más, el balance político y moral de lo que Ernesto Guevara representó -y de la mitología que su gesta y sus ideas generaron- es tremendamente negativo y no debe sorprendernos la declinación acelerada de su figura. Ahora bien, dicho todo esto, hay en su personalidad y en su silueta histórica, como en las de Trotski, algo que siempre resulta atractivo y respetable, no importa cuán hostil sea el juicio que nos merezca la obra. ¿Se debe ello a que fue derrotado, a que murió en su ley, a la rectilínea coherencia de su conducta política? Sin duda. Porque en todos los campos del quehacer humano es difícil encontrar personas que digan lo que creen y hagan lo que dicen, pero ello es, sobre todo, excepcionalmente raro en la vida política, donde la duplicidad y el cinismo son moneda corriente, indispensables instrumentos del éxito y, a veces, de la mera supervivencia de los actores.

Pero, además, hubo en su caso un desprendimiento e incluso desprecio hacia el poder -cuando disfrutaba de él- que es todavía más infrecuente en dirigentes políticos de cualquier filiación. Se ha especulado mucho sobre las diferencias que el Che tuvo con Fidel sobre los estímulos morales a los trabajadores que él privilegiaba, en contra de los materiales que la revolución adoptó en los años inmediatamente anteriores a su salida de Cuba, así como sus críticas públicas a la Unión Soviética durante su gira por el Africa que pusieron en una situación delicada al Gobierno cubano con un país que había comenzado ya a subsidiarlo con un millón de dólares diarios (1964). Pero aun si todo este contencioso precipitó la partida del Che, es obvio que la forma que ésta adoptó sólo es concebible a partir de un compromiso muy firme con las tesis guerrilleras que había defendido. El ingenuo voluntarismo agazapado detrás de ellas se hizo trizas cuando, en el oriente boliviano, los campesinos ayudaron al Ejército a aniquilar a la guerrilla de internacionalistas que venía a salvarlos. Pero ello no resta audacia y consecuencia al gesto.

A pesar de haber estado un par de veces en Cuba cuando aún él ocupaba allí cargos directivos -ministro de Industria, director del Banco Nacional-, nunca vi ni oí hablar al Che Guevara. Pero el año 1964 tuve una prueba inequívoca de los- pocos privilegios que apor

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La muerte del Che

Viene de la página anteriortaba el poder al hombre número dos de la revolución cubana. Yo vivía entonces en París, en un apartamento muy modesto, de dos estrechos cuartos (que Carlos Barral, a quien alguna vez alojé allí, degradaba aún más con el calificativo de la pissotiére), en la Rue de Tournon. Y allí me llegó un día un mensaje desde La Habana, de Hilda Gadea, la primera mujer del Che, pidiéndome que diera hospitalidad en mi casa a una amiga suya que regresaba de Cuba a la Argentina y, debido al bloqueo, estaba obligada a hacerlo por Europa. La señora en cuestión., que no tenía dinero para pagarse un hotel, resultó ser Celia de la Serna, la madre del Che. Estuvo unas semanas en mi casa, antes de regresar a Buenos Aires (mejor dicho, a la cárcel y a morir, poco después). Siempre me ha quedado en la memoria el recuerdo de aquel episodio: la progenitora del todopoderoso comandante Guevara, segundo hombre de una revolución que dilapidaba ya entonces mucho dinero financiando partidos, grupos y grupúsculos revolucionarios de medio mundo, no tenía con qué costearse un hotel y debía recurrir a la solidaridad de un polígrafo medio insolvente.

Es bueno que el iluminismo revolucionario y el ejemplo nihilista y dogmático del Che Guevara se hayan desprestigiado y que ya no movilice a los jóvenes de este tiempo la convicción que a él lo animó, según la cual la justicia y el progreso no dependen de los votos y las leyes aprobadas por instituciones representativas, sino de la eficacia bélica de una esclarecida y heroica vanguardia. Pero no lo es que el desencanto con el mesianismo y el dogma colectivista haya traído consigo, también, la desaparición del idealismo y aun del mero interés y la curiosidad por la política de las nuevas generaciones, sobre todo en esas sociedades que dan ahora sus primeros pasos en la experiencia de la libertad. Pues no hay nada que deteriore y corrompa tanto a un sistema político como la falta de participación popular, el que la responsabilidad de los asuntos públicos quede confinada -por abandono del resto- en una minoría de profesionales. Si eso ocurre -y está ocurriendo ya, sorprendentemente, en países donde la lucha contra la dictadura de un partido fue tan larga y heroica-, de la democracia queda sólo el nombre, un cascarón vacío, pues en aquella sociedad, como en una dictadura, todos los asuntos principales se urden y ejecutan al arbitrio de una cúpula, a espaldas de las mayorías.

Sólo cuando ha desaparecido o se lo añora como un hermoso ideal ha sido capaz el sistema democrático de inspirar el tipo de entrega y sacrificio extremos que no son infrecuentes en las filas de quienes, como el Che, combaten por un dogma mesiánico. Cuando el ideal democrático se hace realidad, y se vuelve rutina y problema, dificultad y frustración, en cambio, cunde la desesperanza, la resignación pasiva o indiferencia cívica del grueso de los ciudadanos. Por eso, paradójicamente, ese sistema de legalidad, racionalidad y libertad que es la democracia, pese a haber ganado últimamente tantas batallas, sigue siendo precario y susceptible a mediano y largo plazo de verse enfrentado a nuevos y más peligrosos desafíos.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1992.

Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1992.

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