La euforia
Antes de este año prodigioso , la autoestima de las naciones se medía por las misteriosas cifras del producto interior bruto, o por las posesiones de ultramar, o por el grado de erradicación de la malaria multiplicado por el índice medio de espectadores de la película Wall Street, de Michael Douglas. Pero, por fortuna, hemos encontrado el patrón universal del optimismo colectivo. Pende del cuello y se llama medalla. La medalla es la nueva unidad de euforia, como antes lo fueron los 25 años, de paz o el La, la, la de Massiel. Lo que cuenta es la euforia, y ésa es auténtica. Como auténticos son los abrazos del Rey a los ganadores o los besos de las tenistas, hoy adversarias, mañana cómplices. Un marchador descalificado, Valentí Massana, decía que las medallas nunca son de España, sino del atleta que las gana. Tiene razón, pero no toda. Porque las medallas también son de los que las reciben. Y ahí, alargando el cuello hacia el oro, se encuentra todo un país que prefiere el circo al pan, el orgullo de la victoria ajena al recorte inminente de la nómina. Este país flota hoy en una nube de algodón de azúcar. Y ahora vamos por la calle sacando pecho, que ya era hora.Porque en 15 días nos hemos acordado de la medalla de la primera comunión, de la medalla de la madre y de la medalla del amor. Hemos evocado al mariscal Zukov y su enorme pentagrama de medallas cuadradas que le llegaban hasta el ombligo y el punto minúsculo de la Legión de Honor francesa. Hasta nos ha parecido que una medalla servía para besar el cielo o para detener la bala ante el pelotón de fusilamiento. Decía Lutero que el hombre lleva su destino colgado del cuello. Pero eso, incluso hoy, todavía está por ver: Bienvenida la fiesta y mucho cuidado con las resacas. De ellos es el oro que ganaron; de nosotros, la alegría de compartirlo. De ellos, lo perenne; de nosotros, el frágil cristal de la gloria delegada.
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