¿Cuántas veces?
La gente se confiesa menos que en pasadas épocas. Basta asomarse a cualquier iglesia para comprobar que los confesonarios apenas tienen confesantes, y los confesores se frustran porque no pueden dar consuelo al pecador escuchando sus pecados ni preguntarle: "¿Cuántas veces, hijo mío?", que es la pregunta capital en toda confesión bien hecha.Un sacerdote de Nueva York, harto de esperar pecadores, ha inventando el confesonario móvil para llevarles la confesión allá donde se encuentren. Se trata de un confesonario como Dios manda, con sus cruces y sus celosías, enganchado a una bicicleta, que el buen clérigo pedalea por las calles del Bronx.
La idea es buena, aunque da mejor resultado montar el confesonario en la puerta de los lugares de perdición, donde se encuentra la clientela dale que te pego, venga la juerga, vino y mujeres. Y si por una de esas casualidades que suceden el cura consigue meter un pecador en la garita, cuando le pregunte: "¿Cuántas veces, hijo mío?", este responderá con pelos y señales, pues tiene los pecados aún calentitos.
Muchos pecadores pecan tanto que son incapaces de recordar cuántas veces y contestan a bulto, sin recato ni mesura. Los confesores, entonces, disimulan, fijan la penitencia a ojo también e imparten tranquilamente la absolución. Pero hay otros que no se callan. En cierta ocasión, el ordinario de Santa Catalina le gritó a un pecador: "¿Siete veces en una noche? ¿Acaso me tomas por idiota? ¡Un rosario, para que aprendas a no tirarte faroles!".
Los tiempos cambian, sin embargo, y ya no se peca como antes. Antiguamente, por ejemplo, poner a la pareja mirando a Getafe era pecado mortal gordísimo, mientras ahora es pecado mortal gordísimo no ponerla. Y, claro, no se encuentra a nadie necesitado de confesión ni buscándolo en bicicleta.
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