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E. MIRET MAGDALENA El mito de la religión

Nietzsche, al que debíamos leer todos los cristianos como libro nuestro de cabecera, para no caer en el raquitismo de muchas de las enseñanzas que hemos recibido, decía que él se sentiría inclinado hacia los cristianos, si viera en su faz el gesto alegre de un redimido; pero, desgraciadamente, no ha solido ser así. Hemos sido cerrados, hoscos, tristes, intolerantes: demasiado melodramáticos hasta en nuestra conmemoración de la Pasión. El Resucitado no aparece aquí por ninguna parte; sólo el sanguinolento Cristo medieval o barroco, y las cadenas y los cilicios de los penitentes.La involución vaticana, que padecemos los católicos que no comulgamos con ruedas de molino, pretende todavía cargar sobre nuestras espaldas una fe infantil, hecha de ingenuas literalidades melosas sobre la doctrina del Evangelio. La crítica bíblica, que apareció hace dos siglos, apenas cuenta para nosotros. Y se nos quiere mantener encerrados en una especie de engañoso fanal, que impida el contagio, ayer de la modernidad y hoy de la posmodernidad.

Durante la Semana Santa, las lecturas del Éxodo me dieron pie a varias reflexiones. En primer lugar, me hubiera gustado que se volviera a llamar Sábado de Gloria al Sábado Santo, porque el misterio central del cristianismo no es el Cristo manchado de sangre de nuestras semanas santas, excesivamente melodramático, sino el Resucitado y el Transfigurado, como quiere la Iglesia oriental. Menos centrado en el pecado y las penas del mismo, y más en ser el alegre vencedor de todo lo negativo que se adhiere a nuestras vidas, como el polvo del camino, porque la creación no es mala, sino "muy buena", como dice Yahvé en el Génesis. Los hombres y las mujeres somos débiles, no malos; y para sacarnos de ello ha sido sobre todo eficaz el amor y la comprensión del iniciador del cristianismo. La cruz ha sido un accidente laboral, como la llama un teólogo español con acierto.

Y, en segundo lugar, que la Biblia no es un western americano, protagonizado por los personajes de la Pasión: es un libro popular, lleno de poesía, escrito en un lenguaje simbólico que tiene más de bello mito que de prosaica historia. Un oriental, como eran los que escribieron los evangelios, no procedía con conceptos lógico-abstractos: usaban de su imaginación para ilustrar los hechos significativos que querían transmitirnos llenos de sentido vital profundo.

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Los prodigios bíblicos no son los que hoy entendemos en nuestro mundo racionalizado por milagros. Son modos míticos de hablar simbólicamente, para que captemos el mensaje elevador que pretenden transmitir esos hechos a los que ya tenemos fe, sin la cual nada dirían al hombre o la mujer de hoy, porque en el fondo siempre tienen, de tejas abajo, una explicación natural.

Pero el prosaísmo romano se opone a ello. Por eso, los exegetas católicos que son clérigos van cautamente pasando por las enseñanzas de la ciencia actual, como quien pisa por un terreno lleno de huevos que no hay que romper. Y, cuando se arriesgan a hablar claro, les pasa como al sacerdote alemán Eugen Drewermann, que, primero, fue separado de su cátedra de Teología en Paderborn; después le tocó al permiso de predicar, y actualmente ha sido suspendido en sus funciones sacerdotales.

Sin embargo, no por eso se ha arredrado, sino que continúa en la misma universidad, ahora en la cátedra de Sociología que le ha abierto sus puertas. Y sigue publicando libros, esparciendo sus ideas, porque cree que la Iglesia, pese a sus actuales dirigentes centrales, "dispone de un conjunto amplio de imágenes muy profundas", que no se dirigen a la razón raciocinante, sino a un lenguaje privativo del ser humano: el lenguaje simbólico, porque el hombre es fundamentalmente un homo symbolicus, como le llama Mircea Eliade, el mejor especialista en historia de las religiones. El arte, lo mismo que la religión, no se puede expresar más que con símbolos, que intentan representar imaginativamente las más profundas experiencias íntimas de los hombres, imposibles de expresar plenamente con conceptos abstractos, como ha tenido que reconocer una de las filósofas más expertas en lógica formal, Susanne K. Lunger. Y símbolo -según esta pensadora- es algo más que signo, porque no sólo indica, sino en algún modo representa la realidad.

El mito, y su prolongación que es el rito, es el mejor vehículo para dar cuenta de la existencia profunda que se llama religiosidad, que muchas veces está en contradicción con las religiones que acaparan la expresión religiosa dominando al creyente.

¿No sostenía el teólogo Karl Rahner -a la par del gran filósofo católico E. Le Roy- que la fe sustancialmente no es un teorema de conceptos abstractos, sino "tener el alma abierta, sin contentarse con una vaga aspiración; es una experiencia de superación y de amor que no acepta ninguna limitación"?

Porque la fe no se dirige al concepto, sino a la realidad que está detrás de él, como decía hace siglos santo Tomás de Aquino (S. T. I-II, q. 2). Los dogmas, en la expresión abstracta y secamente jurídica que se les dio tras el Concilio Vaticano 1 en el siglo pasado, les hace perder vida y pueden ser incluso, según Ra1iner, humanamente apresurados, presuntuosos, culpables, peligrosos, tentadores e indiscretos (Dogma y palabra de Dios, W. Kasper).

Al hablar del Jesús histórico del Evangelio, lo mismo que de su madre María, o de la moral llena de vida y creatividad que de él se desprende, hemos de recuperar su sentido simbólico para entenderlos hoy sin interpretaciones ingenuas propias de una cultura pasada, que nada tiene que ver con la racionalidad moderna, ni con la intuición que proporciona la experiencia tal como defiende la posmodernidad.

El ser humano, si la religión pierde su sentido hondamente mítico, se volverá hacia todos los esoterismos superficiales, como ocurre ahora. En Estados Unidos, las religiones pierden efectivos a pasos agigantados, pero tienen allí tres veces más astrólogos que físicos y químicos. Sin vital religiosidad, fuera de camisas de fuerza autoritarias a las que tan proclive es el clero dominante, la humanidad se vuelve hacia los ídolos profanos, o las supersticiones con tinte de novedosos hallazgos, que quieren aproximarnos -a veces falsamente- al mundo de nuestra existencia profunda poco matematizable, y tan cercano al mundo del arte.

Un gran creyente católico sin aspavientos, gran admirador de Nietzsche como yo, Gustavo Thibon, decía: "Me siente más cerca de un ateo profundo que de un creyente superficial". Y, si creo todavía en Dios, no el en aquel en el que tampocc creía Pitigilli cuando se hizo católico, porque rechazo todas las estupideces que se dicen de él.

E. Miret Magdalena es teólogo

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