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Sombras de amigos

Mario Vargas Llosa

Advierto, con cierta alarma, que muchos amigos que hice y frecuenté en los años sesenta, en Barcelona, ya no están más. Tampoco de la ciudad condal que conocí quedan casi trazas. Barcelona era entonces, todavía, pobretona, cosmopolita y universal; ahora es riquísima, nacionalista y provinciana. Como antes se desbordaba, culturalmente, hacia el resto del mundo, ahora parece fascinada por su propio ombligo. Éste ensimismamiento está de moda en Europa y es la respuesta natural del instinto conservador y tradicionalista, en los pueblos antiguos, a la internacionalización creciente de la vida, a ese -imparable- proceso histórico moderno de disolución de las fronteras y confusión de las culturas. Pero en Cataluña el regreso al "espíritu de la tribu", de poderoso arraigo político, contradice otra antiquísima vocación, la del universalismo, tan obvia en sus grandes creadores, de Foix a Pla y de Tápies a Dalí.Aquellos amigos eran, todos, ciudadanos del mundo. Gabriel Ferraté escribía sus poemas en catalán, porque, decía, en su lengua materna podía "meter mejores goles" que en castellano (le gustaba el fútbol, como a mí), pero no era nacionalista ni nada que exigiera alguna fe. Salvo, tal vez, la literatura, todas las otras convicciones y pasiones le provocaban unos sarcasmos con púas y estricnina, unas feroces metáforas cínicas y exterminadoras. Como otros derrochan su dinero o su tiempo, Gabriel derrochaba su genio escribiendo informes de lectura para editores, papeletas para enciclopedias, hablando con los amigos, o lo iba destruyendo a golpes de ginebra.

"Genio" es una palabra de letras mayúsculas, pero no sé con cuál otra describir esa monstruosa facultad que tenía Gabriel para aprender todo aquello que le interesaba y convertirse, al poco tiempo, en un especialista. Entonces se desinteresaba del tema y movía en una nueva dirección. Un diletante es un superficial, y él no lo fue cuando hacía crítica de arte y desmenuzaba a Picasso ni cuando discutía gesticulando como un molino de viento las teorías del círculo de Praga, ni cuando pretendía demostrar, citando de memoria, que el alemán de Kafka provenía de los atestados policiales. Yo sí creo que aprendió polaco en un dos por tres, sólo para leer a Gombrowicz y poder traducirlo. Porque leía todos los idiomas del mundo y todos los hablaba con un desmesurado acento catalán.

Tal vez, con "genialidad", fuera "desmesura" la palabra que mejor le convenía. Todo en él era exceso, desde sus caudalosas lecturas y conocimientos hasta esas larguísimas manos incontinentes que, después del primer trago, hacían dar brincos a todas las damas que se ponían a su alcance. Por haber votado en favor de Guimaraes Rosa y en contra de Gombrowicz, en un jurado del cual formábamos parte, a mí me castigó privándome un año de su amistad. El día trescientos sesenta y cinco recibí un libro de Carles Riba, con estas líneas: "Pasado el año del castigo, podemos reanudar, etcétera. Gabriel".

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Dicen que siempre dijo que era inmoral cumplir cincuenta años y que esa coquetería fue la razón de su suicidio. Puede ser cierto: casa muy bien con la curiosa mezcla de anarquía, insolencia, disciplina, ternura y narcisismo que componía su personalidad. La última vez que lo vi eran las diez de la mañana y ahí estaba, en el Bar del Colón. Llevaba casi veinticuatro horas bebiendo y se lo veía congestionado y exultante. Bajo la paciente atención de Juanito García Hortelano, ronco y a gritos, recitaba a Rilke en alemán.

A diferencia de Gabriel, García Hortelano era discreto, medido, servicial y, sobre todo, modesto para exhibir su inteligencia, a la que disimulaba detrás de una actitud bonachona y una cortina de humor. No era de Barcelona, pero en esta ciudad lo conocí y allí lo vi muchas veces -más que en su Madrid-, y el día que nos presentaron fuimos a comprar juntos una gramática catalana y nos confesamos nuestra idéntica debilidad por esa tierra, de modo que mi recuerdo no puede disociarlo de Barcelona ni de los sesenta, en que se publicaron sus primeras novelas, esos años que, con el agua que ha corrido, van pareciendo ahora prehistóricos.

De muchachos jugábamos con un amigo en Lima tratando de adivinar qué escritores se irían al cielo (caso de existir) y nos parecía que pocos, entre los antiguos, y entre los contemporáneos, ninguno. Mucho me temo que, si aquel hipotético reparto póstumo tiene lugar, nos quedemos privados de Juan, que a él se lo lleven allá arriba. Pues entre todos los letraheridos que me ha tocado frecuentar él es el único que califica. Trato de bromear, pero hablo muy en serio. Nunca conocí, entre las gentes de mi oficio, a alquien que me pareciera tan íntegro y tan limpio, tan naturalmente decente, tan falto de vanidad y de dobleces, tan generoso como Juan. La bondad es una misteriosa y atrabilaria virtud, que, en mi experiencia -deprimente, lo admito-, tiene mucho que ver con la falta de imaginación y la simpleza de espíritu, con una ingenuidad que a menudo nos parece candidez. Por eso no está nada de moda y por eso, en los círculos de alta cultura, se la mira con desconfianza y desdén, como una manifestación de bobería. Y por eso un hombre bueno que es, a la vez, un espíritu extremadamente sutil y una sensibilidad muy refinada resulta una rareza preocupante.

Es verdad que los malvados suelen ser más divertidos que los buenos, y que la bondad es, generalmente, aburrida. Pero García Hortelano rompía también en esto la regla pues era una de las personas más graciosas del mundo, un surtidor inagotable de anécdotas, fantasías, piruetas intelectuales, inventor de apodos y carambolas lingüísticas, que podían mantener en vilo a todos los noctámbulos del angosto bar Cristal. Con la misma seriedad que aseguraba que Walter Benjamín era un seudónimo de Jesús Aguirre, le oí yo jurar, alguna vez, que sólo iba a las Ramblas, al amanecer, a comprar La Vanguardia.

Entre las muchas cosas que alguna vez me propuse escribir pero que no escribiré figura un mágico encuentro con él, una madrugada con niebla, en el mar de Calafell. Como en sus novelas, ocurrían muchas cosas y no pasaba nada. Habíamos oído el disco de un debutante llamado Raimon, traído por Luis Goytisolo, y, guiados por el señor del lugar, Carlos Barral, recorrido bares, restaurantes, trajinado entre barcas y pescadores, encendido una fogata en la playa. Durante largo rato, Jaime Gil de Biedma nos tuvo fascinados con electrizantes maldades. A medianoche nos bañamos, en una neblina que nos volvía fantasmas. Salimos, nos secamos, conversamos y, de pronto, alguien preguntó por Juan. No aparecía por ninguna parte. Se habría ido a dormir, pues. Mucho después volví a zambullirme en el agua y en la niebla. Entre las gasas blancuzcas apareció, tiritando, el escritor. ¿Qué hacía allí, pingüinizado? Los dientes castañeteando, me informó que no encontraba el rumbo de la playa. Cada vez que intentaba salir, tenía la impresión de estar enfilando hacia Sicilia o Túnez. ¿Y por qué no había pedido socorro, gritado? ¿Socorro? ¿Gritos? Eso, sólo los malos novelistas.

A diferencia de Juan, Jaime Gil de Biedma exhibía su inteligencia con total impudor y cultivaba, como otros cultivan su jardín o crían perros, la arrogancia intelectual. Provocaba discusiones para pulverizar a sus contendores, y a los admiradores de su poesía que se acercaban a él, llenos de unción, solía hacerles un número que los descalabraba. Hacía lo imposible para parecer antipático, altanero, inalcanzable. Pero era

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Sombras de amigos

Viene de la página anteriormucho menos malvado de lo que hubiera querido ser y menos duro y cerebral de lo que se presenta en su Diario, cuando, en un círculo restringido de amigos, en la alta noche, se cansaba de posar, ponía de lado la máscara del maldito, y aparecía el fino lector, el hombre descuartizado entre una vocación y un oficio, el de la ambivalencia sexual, el vulnerable y atormentado muchacho que escribía versos.

Cuando no se contemplaba a sí misma, su inteligencia podía ser deslumbrante. Tenía un instinto infalible para detectar la idea original o el matiz exquisito en un verso, en una frase, o para advertir la impostura y el puro relumbrón, y uno podía seguir a ciegas sus advertencias literarias. Pero, aunque su poesía y sus ensayos se leen con placer, hay en la obra de Jaime algo que pugna por aparecer y que parece reprimido, algo que se quedó en mero atisbo: aquel territorio de la experiencia que está fuera del orden intelectual. Tal vez porque en su estética sólo había sitio para la elegancia, y los sentimientos y las pasiones son siempre algo cursis, en su poesía se piensa más que se vive, como en los cuentos de Borges.

Fue por Carlos Barral que conocí a Gabriel, a Juan, a Jaime y a casi todos mis amigos españoles de aquellos años. El publicó mi primera novela, luchando como un tigre para que salvara el obstáculo de la censura, me hizo dar premios, traducir a varias lenguas, me inventó como escritor. Ya se ha dicho todo lo que hace falta sobre el ventarrón refrescante que fue, para la embotellada cultura de España de hace treinta años, la labor de Carlos en Seix Barral. Pero nunca se dirá lo suficiente sobre el encanto del personaje que creó de sí mismo y sobre el hechizo que era capaz de ejercer, entonces, antes de las durísimas pruebas que tuvo que sobrellevar.

¿Con qué me asombrará esta vez?, me preguntaba yo cuando iba a verlo. Siempre había algo: su perro Argos ladraba histérico si los poemas que le leía eran malos, se había puesto a usar capas dieciochescas y bastones con estiletes por las calles de la Bonanova o me recitaba un catálogo, en latín, de las doscientas maderitas de un bote en el que, según él, había navegado Ulises. Era todo un señor, de grandes gestos y adjetivos fosforescentes. Su generosidad no tenía límites y aunque posaba a veces de cínico, pues el cinismo resultaba ya entonces de buen ver, era bueno como un pan. Para parecer malo, se había inventado la risa del diablo: una risa con la boca abierta, trepidante, pedregosa, volcánica, que contorsionaba su flaca figura quijotesca de la cabeza a los pies y lo dejaba exhausto. Una risa formidable, que a uno se le quedaba resonando en la memoria.

Tenía fijaciones literarias que había que respetar, so pena de perder su amistad: Mallarmé y Bocángel eran intocables, por ejemplo, y a la literatura inglesa le perdonaba a duras penas la vida, con la excepción, tal vez, de Shakespeare y de Marlowe. Pero de los autores que le gustaban podía hablar horas, diciendo cosas brillantísimas y citándolos de memoria, con un apasionamiento de adolescente. Su amor a las formas era tal que, en los restaurantes, en una época le dio por pedir sólo "ostras y queso", porque sonaba bien. Soñaba con tener un tigrillo, para pasearse con él por Calafell, y se lo traje, desde el fondo de la Amazonia, a costa de ímprobos esfuerzos. Pero en el aereopuerto de Barcelona un guardia civil lo bañó con una manguera y le dio a comer chorizo, malhiriendo de muerte al pobre animal. Conservo la bellísima carta de Carlos sobre la muerte de Amadís como uno de mis más preciosos tesoros literarios.

Debajo de la pose y el teatro había, también, algo menos perecedero: un creador de talento y un editor y promotor literario que dejó una huella profunda en todo el mundo hispánico. Esto, en la España abierta a todos los vientos del mundo de nuestros días, es difícil advertirlo. Pero quienes, como yo, llegaron a Madrid en 1958, y descubrieron que el aislamiento y la gazmoñería de la vida cultural española era aún peor que la de Lima o Tegucigalpa, saben que los esfuerzos de Barral por perforar esos muros y familiarizar al lector español con lo que se escribía y publicaba en el resto del mundo, y por sacar del anonimato y la catacumba a los jóvenes o reprimidos escritores de la Península, fueron un factor decisivo en la modernización intelectual de España. Y también, por supuesto, en redescubrir a los españoles Hispanoamérica y a los hispanoamericanos entre sí. ¿Cuántos de las decenas de jóvenes poetas y narradores del nuevo mundo que emigraron a Barcelona en los setenta y ochenta, y convirtieron a esta ciudad, por un tiempo, en la capital literaria de América Latina, sabían que quien les había entreabierto aquellas puertas era el filiforme caballero, ya sin editoriales y ahora con úlceras, a quien se podía divisar aún, con capa, bastón, barba, cadenas y melena, paseando un perro como un aparecido por las calles de Sarriá?

Cosas que se llevó el viento y amigos que son sombras. Pero que aún están ahí.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1992.

Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1992.

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