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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Huelga regulada

LA NECESIDAD de presentar una ley de huelga era apremiante, sobre todo si se recuerda que la normativa actual data de 1977 y que la Constitución reclama su regulación. Se podrá discutir su contenido, pero no la conveniencia de actualizar la legislación.El debate sobre su contenido es, en todo caso, de mayor interés que el más entretenido, pero coyuntural, de la supuesta intencionalidad provocadora del Gobierno al dar luz verde al texto en vísperas de una huelga general. En una situación de tensión entre los agentes sociales y el Ejecutivo, toda fecha sería criticada desde cualquiera de las posiciones enfrentadas. Si el Gobierno la propone antes de la huelga del 28 de mayo, será tíldada -como ocurrió- de provocación; si lo hace después, y en función del éxito o fracaso de la convocatoria, sería calificada de "venganza" o "puntilla". Sin duda, la única justificación razonable para posponerla hubiera sido la posibilidad de alcanzar un consenso con los interlocutores sociales. Al no ser así, lo oportuno es enviar el proyecto de ley al Parlamento cuanto antes.

La Constitución alude a la necesidad de regular el ejercicio de ese derecho de manera que se establezcan Ias garantías precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad. El decreto de marzo de 1977 que ha venido siendo la principal norma legal aplicable no aporta una definición de esos "servicios esenciales" ni ofrece indicaciones sobre los criterios a seguir en la fijación de los correspondientes "servicios mínimos" o sobre la validez de los establecidos unilateralmente por las centrales. Tampoco aporta criterios sobre las huelgas de funcionarios ni sobre el tratamiento de los eventuales abusos contra terceros cometidos en su ejercicio.

Las propias centrales, que durante algún tiempo defendieron que ya existía, dispersa en la legislación, una normativa suficiente, admiten ahora el carácter ineludible de la ley. La sugestiva posibilidad de un tratamiento de los servicios mínimos mediante autorregulación a la italiana se ha revelado poco realista en la práctica. Entre otras cosas, porque la proliferación de huelgas salvajes ha demostrado la existencia de zonas laborales no controladas por las centrales. Con todo, el proyecto contempla la autorregulación como una posibilidad anterior a la intervención gubernativa en la fijación de los servicios mínimos. Pero la ley era necesaria como marco que permita decidir a quién corresponde la última palabra en caso de desacuerdo.

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Pero además de necesaria, la iniciativa se había tornado urgente: por la existencia de compromisos electorales precisos (convalidados mediante resoluciones consensuadas en el Parlamento) y por la evidente demanda social (manifestada, por ejemplo, en las encuestas). Tal demanda es consecuencia, a su vez, de la desproporcionada proliferación de conflictos y de la relativa desnaturalización de los mismos producida últimamente en España. Proliferación: 647 días de trabajo perdidos por huelga por cada 1.000 trabajadores entre 1986 y 1990, frente a 5 días en Alemania, 75 en Francia, 135 en el Reino Unido y 271 en Italia. Desnaturalización: utilización de la huelga como forma de presión previa o paralela a la negociación y no como último recurso tras el fracaso de aquélla; y concentración de conflictos en los servicios públicos, buscando presionar a la Administración mediante la exasperación provocada en los usuarios.

Tratándose de la regulación de un derecho fundamental, la ley habrá de respetar su contenido esencial, sin desfigurarlo. Su objetivo directo no es la reducción del número de conflictos -aunque sea uno de sus efectos indirectos-, sino la aminoración de los perjuicios que causan a los ciudadanos. Los sindicatos prefieren una ley corta y no demasiado detallada: encuentran el proyecto prolijo y reglamentista. Sin embargo, cuestiones tan controvertidas como la de los piquetes aconsejan que la legislación sea lo suficientemente precisa como para permitir su fácil aplicación por los tribuna les: en caso contrario no respondería ni a la exigencia constitucional ni a la demanda social. Pero ese principio de precisión juega a favor de la posición sindical en rela ción a la definición de los servicios esenciales: lista cerrada de los así considerados, frente a la lista abierta con templada en el proyecto gubernamental. Ésta es, precisamente, una de las quejas de la patronal, que tampoco ha apoyado la posición del Gobierno. La otra divergencia importante es la de quién decide los servicios mínimos en caso de desacuerdo. La propuesta sindical de una comisión de expertos nombrados por el Parlamento tiene algunas debilidades, pero la de reservar esa potestad a la autoridad gubernativa, recogida en el proyecto, tropieza con la objeción de que, en el amplio campo laboral en el que el Estado es el empresario, se otorga al Gobierno el papel de juez y parte. Aspecto que, como otros igualmente discutibles, podrá ser pulido en el trámite parlamentario.

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