Luto en el albero sevillano
El público de la Maestranza dedicó una sobrecogida ovación al banderillero muerto
Montoliú vestía un flamante terno oro viejo y azabache. Era uno de los toreros más seguros que había sobre el albero de la Maestranza, maestro entre los de su oficio, eficaz capoteador y, con las banderillas, brillantísimo. Nadie podía imaginar que cuando le ganaba la cara al torazo negro la muerte le estuviera esperando en aquellas astas. Pero la muerte estaba allí fue más ligera. Al primer hachazo, el toro ya le había partido el corazón. Los restantes derrotes constituyeron un acuchillamiento. Literalmente, un acuchillamiento. Sin dar opción a ninguna escapatoria, el toro le tuvo suspendido en el aire para rematarle con saña, y cuando le dejó, del cuerpo exánime manaba la sangre a borbotones.La muerte, en los ruedos, es súbita y a veces sarcástica. No hace falta toro grande ni fiero para matar, aunque el animalote salmantino que segó la vida de Montoliú lo fuera. El toro que mató a Paquirri en Pozoblanco (año 1984), era chico. El que mató a Yiyo en Colmenar Viejo (año 1985), él mismo estaba prácticamente muerto -el estoque hundido en el morrillo- y le bastó un rápido movimiento de astas para derribar al torero, levantarlo por la axila y partirle el corazón también. A Antonio Bienvenida le desnucó una vaquilla escurialense el año 1975. A Campeño (Madrid, 1988) un torazo bronco le atrapó al salir de un par de banderillas y le caló el cuello, por donde lo levantó del suelo como si fuera un garfio. Y ahora, Montoliú, en un par de poder a poder.
El público reaccionó ayer en la Maestranza con serenidad y verdadero dolor. Siempre es así cuando se produce la tragedia en las corridas de toros. Había miradas de estupor, comentarios en voz baja, a algunos espectadores se les saltaban las lágrimas. Pero, sobre todo, hubo silencio. Cuando en la década de los años cincuenta un toro mató en Las Ventas a El Coli, el público supo enseguida que había muerto porque se les cayó a las asistencias en el mismo callejón, mientras lo llevaban a la enfermería: aquél fue el preciso instante de la muerte. También entonces reaccionó el público con un silencio profundo y pidió que se suspendiera el festejo.
Los reglamentos taurinos no dicen nunca qué debe hacerse en caso de tragedia. Ni deben hacerlo: la suerte no hay que tentarla; la muerte, ni mencionarla. Pero el público, sobre todo los aficionados que conocen bien la fiesta, sí lo saben: cuando hay un muerto en la enfermería la fiesta no debe continuar. El público de la Maestranza, al confirmarse la muerte de Montoliú con aquel clarinazo larguísimo que se perdió en la infinitud del cielo sevillano, se puso en pie, rompió a aplaudir y así estuvo muchos minutos. Luego abandonó la plaza despacio, quizá sin saber a dónde ir. ¿A la feria? Todo el mundo se había citado en las casetas de la feria, sí. Pero la tarde ya no estaba para eso...
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