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'De generatione et corruptione'

Reprimamos las arcadas que nos provoca el espectáculo y, antes que deje de ser noticia (y, por tanto, interesante como mercancía escrita) o ariete en la lucha partidaria, tratemos de mirar entre bastidores.1. La corrupción acompaña siempre al poder, es su hija tan ilegítima como inevitable. Para corromperse (y corromper) no basta querer; hay que poder. Como -según nuestro padre Hobbes- poder es esencialmente más poder, lo mismo que el afán de poder es en el hombre ilimitado, tiende por sí el poder a extralimitarse. En el espacio particular de la política, esa extralimitación reviste la figura de la corrupción cuando el poderoso se sirve del poder público para su beneficio privado. Y si el máximo poder parece el político, entonces su titular se cebará más en quienes lo detentan en exclusiva, en mayor cantidad o sobre mayor número de individuos.

2. La teoría y la práctica de la democracia nacieron de la comprensión exacta de esta naturalza del poder político y como el medio más racional de poner freno a su irracional tendencia al abuso. El poder democrático, en tanto que poder de todos y por eso en realidad de nadie, es un perpetuo pulso del poder contra sí mismo, un proyecto siempre renovado de eliminación del vicio congénito a todo poder. Pero esta notable diferencia a favor de la democracia, como la forma institucionalizada de controlar el poder público, no debe ocultar otra que juega en su contra. Mientras en cualquier autocracia basta con la corrupción de unos pocos -el autócrata y los miembros de su corte o de su séquito-, la democracia introduce la posibilidad de corrupción de muchos más: de todos cuantos aspiran con derecho a encaramarse a las diversas ramas del poder. Si una autocracia es por definición corrupta, pero mancha a una exigua minoría, la democracia es desde luego corruptible, y su corrupción infecta a quienes dicen actuar en nuestro nombre. A fin de prevenirla, les conviene estar bajo investigación permanente.

3. Primera advertencia para no incurrir en hipocresía: la llamada corrupción política (y por tal suele malentenderse la de los políticos) no agota la corrupción pública en un régimen democrático. Poder ejecutivo y poder legislativo no acaparan la totalidad del poder político. Hay otros varios sectores de la Administración del Estado, como la milicia, la universidad o la judicatura, que pueden ser blanco fundado de parecidas denuncias. Que el volumen de su corrupción -como corresponde a su más corta parcela de poder- sea menor es cuestión también menor.

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4. Tomada en sentido amplio, la corrupción política precede ala de los políticos. Lo que quiere decir también que la corrupción política nos interesa más -porque nos afecta en mayor medida- que aquella otra. Mejor que peor, los ciudadanos podemos soportar los chanchullos de un concejal de urbanismo, las tropelías de este diputado o de aquel ministro. Pero la desviación de la política respecto de su forma y contenido democráticos conduce no ya al eventual relevo de un Gobierno (que es lo único que parece doler a quien lo ejerce), sino al desastre colectivo seguro. Un político indigno no es un gran mal mientras permanezcan abiertas las vías para librarnos de él; la enfermedad incurable de la política es la ausencia o parálisis de esos mecanismos de vigilancia e intervención. Pues bien, en los casos aireados en nuestro país, ha sido la prensa (sus motivos, más puros o más espurios, son aquí, irrelevantes) la que ha debido sustituir en su función a los mismos órganos encargados de controlar las acciones políticas: el Parlamento y los tribunales. Éstos sólo han tomado cartas en la partida -tarde, con límites gubernamentales indecorosos y, para colmo, sin resultados aclaratorios- cuando el clamor de la evidencia era ya inaguantable.

Una a una, y como mucho, la corrupción probada de ciertos políticos trae consigo su escueta condena moral o su inhabilitación para el cargo público. La de la política, en cambio, socava la legitimidad de todo un Gobierno, a veces la del Estado, si no de la actividad pública en general. Y esa corrupción política se afianza cuando lo que en un principio pretendía pasar tan sólo como excepción o tropiezo ocasional resulta luego a la trágala refrendado y aupado a categoría por las instituciones más altas del Estado. Si hasta entonces tal política era, al menos, deficiente por no impedir las corruptelas de algunos prohombres, ahora es corrupta porque las consiente y ampara. El racial sostenella y no enmendalla convierte en razón de Estado lo que es mera sinrazón de un estadista o pleito menudo de algún subordinado; con tal de salvar la dudosa honra de un político, no repara en dejar hundir la reputación de la política.

5. Se quiera o no, se sepa o no, no hay política sin una ética. Por eso, el progresivo reclamar honestidades a los poderosos representa siquiera una ganancia en el enredo que nos ocupa. El problema estriba en que ni los políticos suelen creerse obligados a otro mandamiento que el del más ramplón realismo, ni los pensadores de la ética aciertan siempre a ponerse de acuerdo sobre los pilares morales de la política. Entretanto, ¿qué han revelado, por citar sólo los penúltimos episodios, las plusvalías económicas de los terrenos de la Renfe o la amigable trama de Ibercorp? Antes que nada, la presencia de más de un minusválido moral entre nuestros dirigentes, su bancarrota ética.

No es preciso que la corrupción del hombre público se confunda con una conducta abiertamente ilegal o que, al revés, la sujeción a la ley (y menos todavía la mera compatibilidad con la ley) le otorgue un marchamo de pureza. Tanto la norma -por más vitola democrática que acredite- como el vacío legal, según ocurre con mayor frecuencia, pueden servir de cobijo o aliento al desafuero. Ni tampoco es tan claro que el político deba atenerse más a una ética de la responsabilidad que a una ética de las convicciones. No sólo porque esta última abarca, asimismo, a aquélla, y mal principio moral será aquel que se desentienda de sus consecuencias, sino porque la ética de los resultados aboca a una mera moral del éxito. Verbigracia, los socialistas propusieron como emblema de su llegada "que las cosas funcionen"; ¿será indiferente que funcionen, y más allá de su sentido técnico-administrativo, bien o mal? Pero acabemos de una vez, ¿acaso viene tan célebre distinción al cuento que contamos? Nuestros corruptos no cumplen ni con la ética de los principios ni con la de las consecuencias. Ellos simplemente, en lo de todos, van a lo suyo.

Así que o hay ética en política, y entonces se afirman los valores políticos sustantivos (justicia, libertad, igualdad) y los formales democráticos (representación, legalidad, participación, transparencia ... ). O se declara que nada tienen que ver una con otra, y en tal caso se exhibe como máximo valor de la política la eficacia. Sólo que, satisfecho más o menos este último requisito, ¿qué impedimento resta entonces para hacer del lucro personal un valor del político?

6. No poco contribuyen los partidos políticos a esta desmoralización de la cosa pública y de sus servidores. De Weber para acá, ya se ha escrito de ello lo suficiente -y la realidad ha sobrepasado cualquier especulación- como para esforzarse en repetirlo. Una sola conclusión aquí nos importa: que, desde la ética del partido (si valiera decirlo), será respectivamente bueno, malo o indiferente todo lo que favorezca, frene o deje, intactas sus expectativas de poder; véase el aumento, la disminución o la estabilidad de su electorado. ¿Quién no observa a diario los efectos de esta lógica? La pena es que, siendo como son juez y parte en esta causa, sólo una estruendosa campaña ciudadana les forzará a su necesaria reforma.

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'De generatione et corruptione'

Viene de la página anterior7. Es hora de hacer la segunda advertencia para curarnos de distinguir no más que la paja en el ojo ajeno: la corrupción política es tan sólo una parte de la corrupción social en su conjunto. Y es que la existencia del corrupto supone la presencia de un corruptor (tanto como éste requiere al que se deja corromper) y también la de quien, a sabiendas del manejo, lo disimula. ¿Se conocen tantos casos de empresas denunciadas por parte del político que rechazó sus tentaciones, o de políticos por parte de las empresas? Todo conduce a ampliar el círculo de la sospecha y a apuntar a la corrupción de la misma sociedad civil.

A menudo se preconiza una "vuelta a la sociedad civil", como si ésta fuera una reserva inmaculada, para acabar con la maldad de la política. Pero la sociedad civil o sociedad burguesa cubre el ámbito del trabajo y de la propiedad capitalistas, de la explotación y la desigualdad, de las clases, del mercado. Es decir, el espacio de la guerra de todos contra todos o el reino del dinero, hoy bajo la figura privilegiada de capital. Éste es el nexo social por excelencia, el móvil omnipresente, el objeto de verdad apetecible en nuestra sociedad moderna. Quien acumule en cantidad suficiente este mediador universal -el poder económico- ha de ser en potencia el corruptor universal. También, claro está, de la acción política: si hoy más que nunca todo se mide por él, todo se trueca mediante él y en él.

8. Más radical, pues, es la corrupción de la sociedad civil que la de la política (y de los políticos). Aquélla resulta el elemento natural de esta sociedad burguesa, cuya regla básica es la satisfacción del interés egoísta, y su ley, oculta bajo la compraventa, la del más fuerte. Cierto que el Estado moderno interviene de modo creciente en la sociedad a fin de paliar los estragos del imperio del dinero (o del capital o del mercado), pero en modo alguno para dominarlo. Por donde se aprecia que es este poder social en manos privadas el supremo poder de nuestros días, al que el poder. político en buena medida se somete. Y tanto que la corrupción del político suele coincidir con el traslado de los fines y medios propios de la sociedad civil a la esfera política; o sea, con el contagio en la gestión del interés común por los modos de gestionar el interés particular. La imparable politización de lo social va del brazo de la privatización progresiva de lo político.

En otro sentido, empero, es mucho más grave la corrupción de los políticos. Ante todo, porque -a diferencia de la propia del individuo privado- contradice frontalmente la tarea que los define: ejercer como procuradores del interés común. Luego, por su situación ejemplar: al ser nuestros representantes y estar a la vista de todos, su conducta se convierte en pauta para los demás. Por último, porque su propia corrupción sería el refrendo que legitima y reproduce la corrupción de los miembros de la sociedad civil. En lugar de ser su azote, la estimula.

9. Un grado más perverso de corrupción política es, precisamente, el encubrimiento de la corrupción de los políticos: se trata entonces de una corrupción por partida doble. Y el mejor modo de prevenirla o de impedirla en lo sucesivo es, por tanto, su publicidad. Así que argumentar que tal cosa dañaría la credibilidad de la democracia sólo persigue restaurar un crédito difícil en esta democracia y en estos demócratas. Sostener que en todas partes (Italia, México, Japón, Francia, etcétera) cuecen habas podridas viene a ser un modo de consagrar la fatalidad de esa podredumbre. Al contrario, la tarea ético-política que hoy se impone es la de desentrañar qué vicio tan poderoso arraiga en los sistemas democráticos como para originar una perversión tan difundida.

10. El poder político, mientras deje subsistir aparte y por encima el poder del dinero, no será el verdadero poder social, un poder de todos; se quedará en un poder relativamente impotente. Una democracia formal rigurosa -y sería mucho, pero tampoco bastante- permitirá a lo más atajar en gran medida la corrupción política. Para venir a la raíz de la corrupción, habrá que aspirar a un poder democrático más sustantivo: aquel que elimine todo poder que no sea el nuestro.

es profesor de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco.

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