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De Berlín al Estrecho

La caída del muro de Berlín en 1989 fue acogida con júbilo no sólo por la totalidad del pueblo alemán, sino por la de los demás pueblos del continente: con el final abrupto del chiste sobre el socialismo real, Europa parecía encaminarse hacia una época de libertad fraterna, regida por unos principios de mayor tolerancia, compasión y justicia. Dos años y medio después sabemos que esta ilusión fue un breve sueño engendrado por la euforia del momento. Nacionalismos exclusivistas, conflictos étnicos, viejas querellas religiosas, desencadenan en su suelo guerras civiles, terrorismo ciego, persecución de minorías, racismo militante, xenofobia. Un nuevo muro protector -sin alambradas, campos de minas, atalayas ni fosos, pero igualmente eficaz y mucho más mortífero- se erige en torno a la fortaleza de los Doce. A los vejámenes y expulsiones sufridos por los candidatos a la emigración oriundos de Asia, África e Iberoamérica en sus aeropuertos y pasos fronterizos se agrega esa triste cosecha de la travesía de la muerte constituida por la zona costera andaluza vecina a Marruecos. Kreuzberg y la Puerta de Brandeburgo han sido sustituidos por El Ejido, Tarifa y el Campo de Gibraltar. Por razones geográficas, España se ha convertido en la Marca Comunitaria, encargada de velar por el orden y tranquilidad del club de los Cresos.El nuevo telón de oro presenta con todo notables diferencias con el establecido antaño en los países satélites de la Europa oriental. Los dispositivos disuasorios de las difuntas democracias populares no existen ya. Los emigrantes que tientan la aventura de cruzar el Estrecho, hacinados en pateras y minúsculas barcas, no son retenidos a la fuerza por las autoridades de sus países: son tan sólo las víctimas de la pobreza y de los desaprensivos que aprovechan su apuro para lucrarse, empujándoles a desembarcar temerariamente en unas costas sometidas a estrecha vigilancia y, a veces, a la muerte por asfixia o ahogamiento. La policía española tampoco dispara sobre ellos: se limita a apresarlos en sus redes y devolverlos vivos o muertos a su punto de partida. Y sobre todo, mientras la Europa libre mantenía ayer los ojos fijos en el muro para acoger solidariamente a quienes lo cruzaban, hoy vuelve desdeñosamente la espalda al drama de los fugitivos, como si el problema no le concerniera. Situados en primera fila del escenario de tanta desdicha humana, cerramos los ojos al mismo o lo observamos con anteojos, como esos californianos o tejanos de la frontera, para quienes la caza y captura de los wetbacks por las patrullas de vigilancia constituyen tal vez el único lance satisfactorio de su tediosa y rutinaria jornada. -

Pueblo de grandes emigraciones económicas y políticas durante varias décadas del presente siglo, hemos olvidado por completo la buena acogida dispensada a nuestros paisanos en los países de Iberoamérica, el refugio que hallaron en ella, así como entre las poblaciones indígenas de Marruecos y Argelia, los republicanos derrotados en la guerra civil, nuestro éxodo de dos millones y pico de personas a Francia, Alemania, Suiza y el Benelux entre 1955 y 1970 en busca de mejor vida y aires de libertad. Cómodamente instalados en nuestra privilegiada situación de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos, asistimos impasibles a la escenificación cruel del propio pasado. Una amnesia histórica casi general se ha apoderado de nosotros. Nadie reclama la caída del muro: esta vez contemplamos los toros desde la barrera.

En una sociedad competitiva y feroz, consagrada exclusivamente a la busca del bienestar material y el culto al dinero y el éxito, las historias tercermundistas desentonan y vienen a redropelo. Términos como solidaridad y equidad han sido evacuados de nuestro léxico. Y, paulatinamente uniformados por la seudocultura mediática, tendemos a agruparnos como clase frente a lo inasimilable y foráneo, aceptamos sin escrutinio las imágenes y estereotipos que nos prodigan los medios informativos en mal de ventas. Nuestro empobrecimiento espiritual se acompaña así de una arrogancia y engreimiento fundados en la presunta excelencia de la competitividad promovida al rango de ideología universal. Los países y pueblos que no han sabido, podido ni querido adaptarse a ella merecen su suerte y nuestro desprecio. Quienes nos rebelamos contra esa actitud y estado de cosas somos tildados de tercermundistas retrógrados y predicamos en el desierto.

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La facilidad y rapidez con las que hijos o nietos de emigrantes hemos borrado el recuerdo de la odisea ultramarina de nuestros abuelos o padres para convertimos en eurócratas de corazón seco y afilada sonrisa, desechando el conocimiento y aprendizaje del dolor que antes nos ennoblecían, ¿es consecuencia de los límites de la mísera condición humana o hay que atribuirlas a causas contingentes e históricas? La respuesta no es fácil, y sólo una lectura atenta de autores como Rousseau, Wilhelm von Humboldt, Bakunin y Chomsky -por mencionar tan sólo a los del área cultural en la que nos movemospodría ayudarnos a formularla. Lo cierto es que mientras el ser humano ha desenvuelto prodigiosamente sus facultades en el curso de los últimos siglos en el campo del saber y la ciencia, su sentido ético y conducta social muestran en apariencia una patética imposibilidad de mejora.

El egoísmo, corrupción, crueldad, afán de acumular poder y riqueza, arrogancia, insensibilidad a la desdicha ajena, son hoy idénticos a los descritos por Sófocles, Shakespeare y el autor de La Celestina. ¿Cómo explicar esa dicotomía? ¿Será que las aplicaciones prácticas de la técnica y ciencia descubiertas por una pequeña minoría de sabios y especialistas redundan en favor del bienestar material de los países y sectores privilegiados de la humanidad mientras que los valores morales y políticos de igualdad, justicia y autocreatividad chocan con los intereses directos de éstos? La exclusión de clases, grupos sociales, naciones y continentes enteros, culturalmente incapaces, se nos dice, de acceder al liberalismo sin trabas motor del progreso, ¿no refleja acaso el universo lúcidamente previsto por Bakunin, en el que una nueva jerarquía de mandarines técnicos y especialistas -los fundamentalistas de la tecnociencia- deciden sobre la vida y muerte de la inmensa mayoría de los humanos -como se vio bien claro en la carnicería del Golfo-, imponiendo, con la ayuda de una desinformación generalizada, lo que el gran pensador libertario denominaba "el más aristocrático, omnímodo, arrogante y elitista de todos los regírnenes"? Sólo el control democrático del saber y experiencias científicas podría poner coto al poder de esos modernos aprendices de brujo y devolver a la humanidad entera el dominio de su propio destino. No obstante, ni los Gobiernos ni los principales partidos políticos comunitarios se plantean siquiera el proble-

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Juan Goytisolo es escritor.

De Berlín al Estrecho

Viene de la página anteriorma. Las diferentes propuestas electorales no tienen en cuenta lo que juzgan tal vez "insignificantes detalles".

Mas volvamos la vista a la España de hoy. En una reciente intervención ante el Parlamento de Estrasburgo llevaba conmigo un bien documentado pliego de cargos destinado a sostener la verdad de mis asertos acerca de los asesinatos, agresiones, incendio de viviendas, mezquitas y albergues de los que son diariamente víctimas las comunidades gitanas, magrebíes, africanas, indopaquistanesas y turcas en la muy democrática Europa comunitaria. Hoy juzgo esta precaución totalmente superflua. Los hechos suceden a la vista de todos: para percatarse de ello basta con hojear nuestra prensa. Como para atizar el fuego, prejuicios, generalizaciones calumniosas, titulares alarmistas, están a la orden del día. Tomemos el caso de los gitanos, a quienes algún periodista califica nada menos que de extranjeros pese a su bien probada -y sufrida- españolidad desde hace cinco siglos y medio: mientras la rápida evolución económica de nuestra sociedad ha incidido negativamente en su nomadismo y medios de vida, eliminando sus oficios tradicionales y arrinconándoles en guetos, nadie o casi nadie parece haberse tomado la molestia de analizar las consecuencias de este etnocidio ni proponer el consiguiente reme dio. El que grupos de jóvenes parados y analfabetos, empuja dos a la marginalidad por la di námica competitiva reinante, hayan hallado un modus vivendi en el tráfico de drogas ha fomentado, en cambio, de inme diato la equiparación del gitano con el camello, poniendo así en la picota no a un puñado de delincuentes -gitanos y payos-, sino al conjunto de la comuni dad romaní española. Actitud puramente xenófoba cuya irra cionalidad se pone de manifies to en el hecho de que responsabiliza a aquélla de su propia marginalidad e impide al mis mo tiempo su adaptación a las nuevas condiciones sociales destruyendo sus viviendas y es cuelas e imposibilitando el acce so a las aulas de los niños y ni ñas gitanos deseosos de alfabetizarse. Bien es cierto que las posturas castizas sobre el tema no se han distinguido nunca por su lógica -¡hace cuatro siglos, un popular dramaturgo cristiano viejo sostenía por ejemplo la hidalguía o sangre limpia de Jesús por parte de María!-: los prejuicios atávicos contra moros, judíos, gitanos y negros emergen con la misma zumba cruel en el presente que en los versos satíricos de Quevedo. El lapsus linguae del honorable presidente de la Generalitat, rechazando indignado la supuesta "gitanería" de los catalanes, revela a las claras la fuerza de los mecanismos que rigen todavía nuestro subconsciente.

Mientras, según pude comprobar recientemente, docenas de senegaleses y ciudadanos de otros países de África occidental vagan por los alrededores del puerto y el zoco chico de Tánger o contemplan desde algún mirador la costa cercana e inalcanzable de España, aguardando como numerosos autóctonos la-arriscada ocasión de cruzar el Estrecho sin ser detectados por las patrullas de vigilancia ni perecer desastrosamente en el intento, la situación de millares de indocumentados, sujetos a la explotación de los negreros y acoso de las autoridades, evoca lances y escenas sombríos de épocas que creíamos superadas para siempre. No voy a repetir ayes ni lamentos ni traer a la memoria las predicciones pesimistas, desdichadamente cumplidas, expuestas por mí y por otros en la prensa española de los últimos 10 años. La aprobación de leyes inicuas, cláusulas restrictivas y discriminatorias, expulsiones y acciones represivas de todo orden no han logrado detener ni detendrán esa temida invasiónpor goteo en tanto que las diferencias brutales. entre Norte y Sur, entre las sociedades ricas y el océano de pobreza que las rodea no se atenúen con las medidas de sustancial ayuda económica destinada a crear puestos de trabajo y condiciones de vida aceptables idóneas para prevenir dicho movimiento. Hablar de la bomba demográfica islámica y especular perversamente, con la vista puesta en el Sur, sobre el nuevo imperio del mal no contribuye, desde luego, a aclarar el problema creado por el desigual reparto de la riqueza y el pillaje de las sociedades atrasadas en beneficio de las opulentas. La exhibición deslumbrante de productos de lujo en nuestras televisiones, capaz de lanzar a naciones enteras a una travesía del mar Rojo, como ocurrió el pasado año en Albania, actúa de irnán respecto a millones de personas privadas de la satisfacción de las necesidades más elementales. Las situaciones de precariedad y semiesclavitud creadas por la Ley de Extranjería y la homologación de nuestra legislación con la de los demás países comunitarios se prolongarán así indefinidamente si no nos enfrentamos a sus causas. ¿A cuántas tragedias, naufragios, ahogamientos, capturas de clandestinos, deberemos asistir para salir de nuestra atrofiada moral y sacudir nuestra indiferencia? Esperar que quienes encauzan los modelos y aspiraciones denuestra sociedad -de esa sociedad en la que el número de cuartos de baño de las villas y palacetes edificados por los dioses y diosas de su Olimpo, en vez de inquietar irónicamente a sus miembros por el plausible flujo de vientre de aquéllos, es objeto de envidia y mal disimulada admiración- se decidan a adoptar las disposiciones adecuadas a los principios y normas que teóricamente les guían sería una pérdida de tiempo. únicamente la acción coordinada de los diferentes colectivos gitanos, de inmigrantes e indocumentados en conjunto con las asociaciones de derechos humanos y grupos políticos y sindicales podría librarnos de nuestro odioso papel de guardianes de la Marca Comunitaria, del sueño sosegado de los eurócratas. He dejado ya de creer en la eficacia de los artículos de prensa, conferencias y mesas redondas. Hay que dar un paso más: recurrir a todo tipo de acciones cívicas y medios legales para combatir el racismo, xenofobia y hostigamiento de los inmigrados. La pasividad y silencio son los mejores cómplices de quienes se proponen fortalecer y eternizar el nuevo muro de la vergüenza y cierran los ojos al indigno espectáculo de la marginación étnica y el número de cadáveres inocentes arrastrados por la marea a la orilla de nuestras playas.

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