Curas
Le conté al padre Pedro, un franciscano que lleva 15 años ejerciendo de hermano de los pobres en Tetuán, lo del perdón a los asesinos de Ellacuría en El Salvador, y se quedó tan triste como si acabara de narrarme la desgracia de un vecino. En el norte de África todavía se pasan las noticias como rumores lamentablemente confirmados. Luego de refiexionar, el sacerdote dijo: "Yo no soy muy partidario de la línea radical de Ellacuría, pero lo apreciaba".Esa mañana escuché, en un emisora, la voz del provincial de los jesuitas en Panamá proclamar que "ya que no se puede obtener justicia, que haya al menos verdad". Reconocía el pacto al que han llegado la orden, la guerrilla y el Gobierno salvadoreños para otorgar el perdón a los culpables a cambio de la magra concesión de que se conozca su identidad. Es la segunda muerte de Ignacio Ellacuría, que coincide con la impunidad de sus asesinos. Con la impunidad de tantos asesinos.
Todo ello resulta poca cosa si se lo compara con el fondo del asunto el nulo peso que, en la realidad oficial que se ha impuesto a América Latina, han tenido los curas que se implicaron con el pueblo y que dieron su vida de una vez o a borbotones, poco a poco, ignorados y remotos. Como es mentira prácticamente todo, es mentira también esta paz que no ha cambiado las razones de la guerra, pero en El Salvador como en Centroamérica ganan otros radicales, los ministros de extrañas sectas que llegaron del Norte para segar la hierba bajo los pies de los misioneros católicos.
Hablamos de esto en Tetuán, y de lo raro que se ha puesto el mundo. Eramos una extraña reunión. Una reunión que parecía de otra época, un cura franciscano, un rabino sefardí, un viejo republicano español y una periodista. Un grupo de otro tiempo.
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