Estudiantes bate al Joventut y vuelve a la final
Nadie se hace grande de golpe. El pedigrí del nuevo Estudiantes exhibe dos visitas a la final de la Copa en dos años y refrendadas por la eliminación de rivales de suficiente prestigio. No es una revelación. Es uno de los equipos del momento. Superó al Madrid y al Joventut por argumentos más sólidos que el mero golpe de fortuna. El Estudiantes dispone actualmente de un arsenal diverso: puede liarse a una riña callejera con el Madrid o discutir académicamente con el Joventut.El Estudiantes aceptó con el Joventut jugar una semifinal pulcra, con tendencia a la exquisitez. Son, sin duda, dos equipos a los que se suele comparar por sus antecedentes, dado que representan a dos baloncestos de escuela y a sendas filosofías de cantera. Sus partidos acostumbran a ser limpios y a resumirse en un intercambio educado de canastas. No deja de ser una pena: a estas alturas de la Liga, el espectáculo ganaría en intensidad y riqueza si ambas instituciones se odiaran. Pero no hay manera, cuando se ven las caras es como si quisieran disertar sobre el baloncesto en el ágora ateniense.
Sin remedio, la semifinal siguió el camino previsto. Ni una mala palabra, ni un gesto obsceno, ni un golpe de más, mucha jugada de salón y, eso sí, cierta diligencia a la hora de ejecutar cada acción. Durante algunos instantes, la posesión de 30 segundos aparentaba ser muy generosa para ambos. Sobraba tiempo: en 10 segundos, no más, cada cual era capaz de hacer una jugada de libro.
Bajo discurso tan académico, cabía observar algún importante matiz: el Estudiantes insistía mucho más en un trabajo creativo. No recurría al libro de texto e improvisaba buscando la deseable mezcla de eficacia y brillantez. Puestos a debatir sobre el empate, el Estudiantes cerraba cada canasta con un mayor empleo de recursos mientras en frente el Joventut mantenía el partido vivo a fuerza de rutina en los sistemas.
La estructura de los contendientes era semejante: quintetos titulares, pocos cambios, pases lentos, aleros espigados, negros y flexibles, pívots asentados y pesados y, cómo no, anotadores nacionales en contienda. La primera sustitución tardó 14 minutos en producirse cuando Aisa entró en cancha; la del Joventut fue más elocuente: Pardo sustituyó a Villacampa a un minuto del descanso.
El marcador no se despegó hasta mediada la segunda parte cuando, entre la aparente igualdad (aparente tan sólo) afloró la inteligencia superior de Pablo Martínez. Hasta entonces, Jofresa era algo así como una mosca cojonera y dañina; sus cinco triples casi consecutivos podían ser interpretados como un elemento demoledor, capaz de desequilibrar por sí solo la contienda. Sin embargo la diferencia estaba escrita, era nítida: Jofresa era un productor y Pablo un creador; Jofresa era el empollón y Pablo el más listo de la clase. Cuando el heredero de la dinastía Martínez Arroyo decidió tomar posesión del partido, el Joventut comenzó a naufragar y el Estudiantes a vislumbrar que iba a obtener visado para la final. A partir de entonces, uno fue a la deriva y el otro a velocidad de crucero.
Así llegó el partido al trance final, técnicamente resuelto. Pero el tecnicismo estuvo a punto de fracasar porque el Estudiantes desvió su rumbo y quiso abundar más en la brillatez que en la eficacia. Pudo costarle caso, porque, de hecho, no anotó un solo tanto en los últimos 3.30 minutos. Tampoco hizo un ejercico ahorrativo. Fue lo suyo una osadía y esa es la gracia de este equipo. Ese punto le otorga un carismo especial. No es fácil dominar tantos idiomas a tan tierna edad y mostrarse por la vida siendo un dechado de prudencia.
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