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El Atlético vuelve a perder la pista de la Liga

El Atlético vuelve a depender de las hipotéticas concesiones del Real Madrid y el Barcelona. Su inequívoca intención de presionar a los dos candidatos más firmes al título liguero se desmoronó con estrépito propio y ajeno en La Romareda. Era un terreno en el que, según la osadía de Schuster, debía ganar necesariamente o en el que, de acuerdo con la prudencia de Luis Aragonés, tenía que empatar al menos. Pero no se encontró con lo uno ni con lo otro, sino con un Zaragoza enrabietado por sus precedentes cuatro derrotas consecutivas y con un árbitro que, en la media hora final, se desentendió de todo aquello que no fuera desenfundar sus tarjetas amarillas y rojas y que enloqueció a los jugadores, irritó a los técnicos, anonadó a los aficionados y arruinó el espectáculo. Gómez Barril demostró cuál es una de las vertientes más negativas del eterno problema arbitral. Para la mayoría de los colegiados, en efecto, el principio de la autoridad es mucho más importante o trascendente que el del juego limpio. Cualquier tosco defensa puede usar y abusar de la dureza ante el habilidoso delantero de enfrente y, paradójicamente, tiene menos posibilidades de ser amonestado que cualquier exquisito centrocampista al que se le escape un grito de protesta o de furia hacia él. Como tantos otros, el gallego se olvidó anoche de que el respeto sobre el césped ha de merecérselo por su proceder consecuente con el silbato, por su equilibrio y rigor al medir unas infracciones y otras, no por la incoherencia de acribillar a tarjetazos a quien apenas se atreva a mirarle de reojo y con el gesto torcido. Lo suyo fue esperpéntico.

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Pero el Atlético, con ser el más perjudicado por el disparate arbitral, ya que se quedó sin Tomás ni Schuster antes de que el Zaragoza echase en falta a Aguado, comenzó a ceder los dos puntos demasiado deprisa. Fue cierto, sí, que Esteban derribó a Moya casi con toda seguridad en el interior del área en el minuto 23 y que el penalti no pasó de la presunción. Pero también lo fue que Cedrún estuvo inactivo casi siempre. El equipo rojiblanco estaba decidido a ganar, en efecto. Por eso asumió la iniciativa y movió el balón con relativa soltura en su línea medular. Pero, al cabo, el fino rombo que formaban Schuster o Vizcaíno con Manolo y Moya nunca terminó de hallar el preciso vértice punzante de Futre. El portugués quiso ser fiel a su nuevo estilo,el del vértigo en perpendicular, es decir, yéndose derecho hacia la portería, en vez del horizontal, o sea, rodando en exceso por el suelo para forzar las faltas. Pero muy pronto retornó a las andadas y exageró sus penas. Era un mal síntoma, el de la impotencia: cuando uno no puede, se queja.

Mientras tanto, el Zaragoza administró con cuidado sus bazas. Se encogió cuando le era imprescindible hacerlo y supo estirarse cuando la ocasión le resultaba propicia. Ya en el primer periodo Higuera y Pardeza se toparon en sendos contraataques ventajosos con la tradicional pericia de Abel en las salidas. En otra oportunidad fue Gay el que le puso a prueba con un cabezazo rompedor. Luego, en el segundo, el tino de Higuera le situó rápidamente con una renta mínima, pero, dadas las circunstancias, sustancial. Porque la pretendida reacción del Atlético se estrelló de inmediato en Gómez Barril, que le sancionó lo sancionable y lo que no lo era.

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