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Nuestra América

Antonio Elorza

Corría el año 1957, y en la clase de alemán, la profesora, quizá una antigua nazi, inició la conversación: "An welchem Tag ist das Rassenfest?", preguntó. Y ante mi perplejidad, proporcionó ella misma la respuesta: "Das Rassenfest ist am 12 Oktober". Es una anécdota que me viene siempre a la cabeza cuando pienso en la hoy fiesta nacional, en detrimento de otras, como el Dos de Mayo, que hubieran podido evocar el nacionalismo romántico o la revolución liberal. El 12 de octubre apunta a un hecho decisivo de nuestra historia, pero difícilmente asociable con el impulso de una construcción nacional. Supone el inicio de una peripecia imperial de cuya desintegración arranca el dificil proceso de modernización de la España contemporánea. Es también una fecha definida por una relación frente a otro, el descubierto y conquistado, en condiciones que sólo a través del encubrimiento autorizan una retórica de exaltación. Tiene así un sesgo difícilmente eliminable de Fiesta de la Raza, de Rassenfest en el sentido usado por la vieja frau, y por eso no resulta fácil su reconducción al sistema de valores de una sociedad democrática y de las relaciones de solidaridad que deben prevalecer entre España y América pasados cinco siglos del descubrimiento.En realidad, las dificultades empezaron muy pronto, y los españoles fueron los primeros en tomar conciencia de ello, cuando acuñaron, a mediados del siglo XVI, la expresión de que, por la riqueza americana, España se había convertido en las Indias de Europa. Dos siglos más tarde, Montesquieu elabora una explicación célebre en torno a ese falso enriquecimiento del que se deriva el atraso de la España moderna. El proceso fue de una violencia tal, en cuanto a la revolución de los precios y la no asimilación de la riqueza americana, salvo para las empresas bélicas del emperador, que los teólogos españoles se convirtieron, corno ha estudiado Pierre Vilar, en precursores del cuantitativismo económico. "Y ansí el no haber dinero, oro ni plata en España, es por haberlo, y el no ser rica, es por serlo", según la lúcida estimación del licenciado Cellorigo en tomo a 1600. El imperio no fue la plataforma de despegue del capitalismo español por espacio de dos siglos, y cuando la explotación colonial emprenda su racionalización a finales del XVIII, el cambio servirá sólo para intensificar la voluntad de independencia frente a una metrópoli monopolista y atrasada.

De ahí que, con la excepción de Cuba, la independencia suponga una ruptura tajante en los órdenes político y económico. Una tras otra, se repetirán las órdenes de expulsión de los residentes españoles en los nuevos países independientes. Los tardíos reconocimientos y brotes revanchistas (como el bombardeo del Callao) ahondarán aún más una distancia que sólo se colma con las corrientes migratorias y las relaciones entre élites culturales. Por eso resulta dificil fijar los términos del hispanoamericanismo, incluso para el pensamiento conservador, que ya en nuestro siglo acude a la vocación imperial de España, y a su componente religioso, para afianzar su perspectiva nacionalista. El propio Ramiro de Maeztu habrá de situar el núcleo de su Hispanidad en un terreno inmaterial, "la primacía del espíritu", esto es, en el ensimismamiento en tomo a los valores de la organización tradicional de España.

Por lo demás, tampoco el balance de lo realizado resultaba inequívocamente positivo. Ante el espectro de la llamada leyenda negra, no han faltado ni faltan publicistas e historiadores que rechazan la supuesta crucifixión de España con arrestos y estilo dignos del Guerrero del Antifaz. Otros promotores de opinión son más sutiles y juegan con los matices y los silencios. Pensemos en la reiteración de mensajes sobre el papel benéfico de la Corona respecto de los indios. Un ejemplo estupendo de este juego de la media verdad lo tuvimos hace poco tiempo en la serie colombina de Televisión Española al evocar la Figura de Guerrero, el soldado español que se hace indio, rechaza seguir a Cortés y exhibe con orgullo sus tatuajes y su prole indígena. Sería, según los guionistas, la primera muestra armónica de la América mestiza, un primer hito de transculturación: quedaba fuera de cámara la inevitable trayectoria posterior de Guerrero, al que su opción obliga a luchar frente a los españoles y a ser muerto por ellos. Que no somos nosotros, del mismo modo que el demócrata francés de hoy no comparte la responsabilidad histórica del Terror jacobino. Por eso mismo, la idea de un encuentro de dos mundos encierra profundas malformaciones. El almirante Colón fue ya bien claro al describir la tarea cumplida -"descubrir" y "conquistar"-, y no parecen existir razones para rectificar su propuesta. El encuentro sugiere bilateralidad acompañada de simetría en las posiciones, y eso no existió entre españoles y americanos. Justamente en los grandes encuentros, entre Cortés y Moctezuma, entre Pizarro y Atahualpa, es donde más claramente emergen la desigualdad y el espíritu de dominación a cualquier precio que caracterizan a la fase de conquista. Del mismo modo que resulta abusiva la utilización del término descubrimiento, en el sentido amplio de D. J. Boorstin, que tal vez servirá en Sevilla para diluir "la sorpresa americana" en un recorrido humano que acabe en los viajes más allá del sistema solar: constituye un fraude marginar ese componente de poder que sigue necesariamente a los descubrimientos españoles. "Las Indias", resume Colón en su relación del cuarto viaje, "eran el mayor señorío rico que hay en el mundo". Descubrir, conquistar, explotar, forman un tríptico inseparable en la definición de un proceso cuyos rasgos esenciales surgen muy pronto en tomo al vocablo emblemático, oro, que resuena una y otra vez en los escritos del almirante. El hecho de que a la conquista hubiera de seguir la evangelización o de que ese oro sirviera para una soñada conquista de Jerusalén completa el cuadro de la realidad, pero no la niega.

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Del mismo modo que el componente de destrucción del mundo indígena, de genocidio incluso, no corresponde únicamente a la acción española sobre América, siendo ampliamente compartido por las experiencias coloniales posteriores.

Tampoco es excesiva Justificación, si pensamos en la pervivencia y el coste de las relaciones de dependencia para ese Tercer Mundo en que está comprendida la América hispana actual, nuestra América. Hoy sabemos que en la catástrofe demográfica producto de la conquista las epidemias fueron las primeras responsables, seguidas de la alteración de los ecosistemas y de la explotación del indio, en un plano directo. En cualquier caso, las dimensiones de lo ocurrido resultan aterradoras: más de un millón de habitantes del valle de México reducidos a 70.000 en el siglo XVII; dos tercios de desaparecidos como media en Perú entre 1530 y 1560. Como ha demostrado Nathan Wachtel en La visión de los vencidos, siguiendo la estela de la Nueva crónica de Guamán Poma de Ayala, la conquista introduce una desestructuración que rompe los equilibrios de la sociedad indígena, al sustituir un ejercicio implacable del poder a lo que eran anteriormente relaciones de reciprocidad. No en vano ese poder español se consolida en el plano simbólico mediante la decapitación del precedente: Pizarro ejecuta a Atahualpa, del mismo modo que Cortés lo hace, no sólo con Cuauhtémoc, sino también con los otros dos tlatoques de la Triple Alianza, los jefes de Texcoco y Tacuba. Se trataba de demostrar que no serían tolerados poderes paralelos, aun cuando fuera preciso conservar los intermediarios de la jerarquía indígena para el ejercicio de la dominación. De este modo, la supervivencia de las formas de organización precolombinas tiene lugar en forma de circuitos unidireccionales, con punto de llegada en el sistema de colonización.

Desestructuración y hundimiento del mundo indígena, pero no desaparición. Ensayistas como Octavio Paz han destacado, para México, cómo surge una nueva sociedad novohispana, diferente tanto de la indígena como de la española. Precisamente el arte de la era virreinal ofrece espléndidos testimonios de esa nueva realidad. Pero ello no significa que el orden social de la conquista, con su profunda desigualdad institucionalizada en la jerarquía de castas, desaparezca en siglos sucesivos. Con expresión dura supo caracterizar este enlace el cubano José Martí: "Del arado nació la América del Norte, y la española, del perro de presa". La insistencia en el mestizaje no puede encubrir la persistencia de las castas, distribuyéndose en el recipiente social como los líquidos de distintos densidad y color. La coagulación de la desigualdad, con países como Perú, donde el 1% de la población detenta el 45% de la renta, encuentra sus raíces en la sociedad anteriora la independencia. Incluso en países como México, donde el indigenismo llegó a ser dogma de Estado, la herencia ha pervivido, coexistiendo incluso con una fuerte conciencia nacionalista. Basta contrastar los rostros de las pantallas de cualquier red televisiva con los que se encuentran en la calle de un pueblo cualquiera de Oaxaca, Yucatán o Veracruz para medir la distancia que aún separa el sueño de José Vasconcelos y de Diego Rivera y la diaparidad reinante. El orden colonial español no fue, desgraciadamente, la plataforma para organizaciones sociales donde la modernización se viera libre de niveles insoprtables de desigualdad. Más bien generó sociedades duales, cuyos traumas distan de haberse resuelto.

Así que la imagen es amarga, porque la realidad lo fue y lo es. Por lo demás, ello no significa negar los aspectos heroicos o utópicos de la conquista, ni renunciar a una relación de comprensión y de solidaridad con nuestra América, desde una sensibilidad mayor que la de otros países europeos. Una relación de fraternidad efectiva y enlace de intereses, como la surgida con el exilio tras la guerra civil, y no sólo de ceremonias de jefes de Estado con mariachis y monólogos plagados de retórica barata y huida de los problemas reales. Tampoco aquí hay que inventar nada: frente a la racionalización del dominio español por Vitoria o la perspectiva eurocéntrica de Sepúlveda, la obra de Las Casas ofrece, en sus grandes orientaciones, la pauta para conciliar a españoles y americanos en la evocación de lo ocurrido. El clima es hoy más favorable que nunca, pudiendo augurarse que si la hojarasca conmemorativa no lo cubre todo, asistiremos a la definitiva disipación de las nubes y las nieblas que Moctezuma evocara en su salutación a Cortés.

es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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