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La reforma nació muerta

El Código Penal español, a diferencia de otros países, no contiene una formulación de los fines de la pena en general, ni tampoco de la prisión. Los códigos que sí los definen suelen referirse tanto a un objetivo de prevención (impedir futuros delitos) como al de la reinserción social del delincuente. La falta de definición de nuestros códigos es histórica, y ahora se comprende aún más teniendo en cuenta el momento de promulgación del código actual, en el año 1944, cuando quizá las cosas estaban demasiado claras como para andarse con exquisiteces jurídicas. Las reformas parciales posteriores no han querido responder nunca a esa gran pregunta.En sentido inverso, el momento histórico también especial en que se promulgó la Constitución de 1978, cuando las cosas parecían, en cambio, demasiado distintas, influyó en la definición tan ponderada de los fines de la pena (de la cárcel) que se incluye en su título 1 (es decir, como un derecho fundamental de la persona), donde se proclama que la "privación de libertad" de los penados está orientada "hacia la reeducación y reinserción sociaV. La Ley General Penitenciaria, que es de la misma época (1979), vuelve a proclamar como el fin primordial de sus instituciones la reeducación y la reinserción social de los penados. Añade también el objetivo de "la retención y custodia" de los presos, pero este complemento, más que una finalidad, supone una aclaración por lo demás innecesaria sobre el carácter absolutamente involuntario de sus educandos.

Así pues, nos encontramos con la peculiaridad de que ninguna disposición orgánica del ordenamiento jurídico español reconoce a las penas de prisión (ni a las otras) unos objetivos tan socialmente asumidos y políticamente utilizados como son el de la prevención de futuros delitos, la defensa de la sociedad o, simplemente, el castigo del delincuente. La única finalidad del sistema carcelario legalmente reconocida es esa ilusión arcádica de la "reinserción social" propiciada a través de esa pretensión neokrausista de la "reeducación".

"Ninguno de los presos reconoce que la pena que se le ha impuesto es justa", decía asombrado el príncipe Kropotkin. Para él, este hecho constante revelaba ya el fracaso de todo el sistema judicial. Semejante observación tenía un trasfondo más significativo que el de la simple ingenuidad anarquista: se hacía en 1890, en plena expansión de la criminología positiva, que concebía al delincuente como un enfermo moral y a la pena como un tratamiento. El cientifismo regeneracionista que se pretendía para las ciencias penales y criminológicas no cuadraba bien con el dato de que los internos de estos "centros de rehabilitación" se negaran sistemáticamente al tratamiento.

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Nuestra famosa reforma penitenciaria, plasmada en la ley orgánica de 1979, está impregnada de ese positivismo de tendencia antropológica que la sociología había ya superado 50 años antes. El tratamiento penitenciario que regula esta ley se organiza en torno a un hallazgo científico de fuste: el diagnóstico de capacidad criminal de cada condenado (artículo 64.2).

A pesar de ello, la reforma se recibió como un avance. Para comprender esto hay que tener presente la larga noche de la que el país estaba saliendo, que en las cárceles, lógicamente, había sido aún más oscura que en la calle. La idea de retribución, incluso de expiación (arrepentimiento, redención, muerte), había presidido la aplicación de las penas durante la dictadura, y ya se comprende que si de lo que se trataba era de sufrir, todo exceso tenía su función, como en aquella cárcel de Cervantes en que toda incomodidad tenía su asiento.

Pero la reforma nacía muerta, no sólo porque bien muerta estaba ya su inspiración teórica, sino porque la sociedad (y su capacidad criminal) había cambiado demasiado como para que la ficción sirviera. Como ha dicho R. BergalliIa cárcel legal es una cárcel que en realidad no existe". Lo cierto es que la distancia abrumadora que media entre los objetivos oficiales de las penas y la realidad de su cumplimiento ha viciado ya de tal modo el debate sobre nuestras prisiones que hace tiempo que la opinión pública viene contemplando con pereza e impotencia el examen del problema. Las ficciones sólo ayudan a comprender la realidad dentro de la literatura, fuera de ella la ocultan; por eso la ficción regeneracionista aplicada a las instituciones penitenciarias no ha tenido otra función, históricamente destacable, que la falsificación de la realidad carcelaria. Como ha escrito Fernando Álvarez Uría, "el monótono discurso criminológico lleva dos siglos reproduciendo la cantinela humanista de regeneración del preso y comprobando el continuo fracaso de la prisión a la hora de alcanzar esos objetivos altruistas: lejos de mejorar, los delincuentes reinciden".

Pese a todo, la institución es hoy más fuerte que nunca. Después de un continuo descenso durante un largo periodo de 100 años (excepto en las épocas de posguerra), la población carcelaria ha aumentado vertiginosamente en todos los países occidentales durante los últimos 20 años. En España, la media de población reclusa se ha multiplicado por tres en 15 años. La cárcel crece.

Sin embargo, según el Consejo de Europa (IV Conferencia de Política Criminal, mayo de 1990), la criminalidad en el continente se ha estabilizado desde 1985. Las causas de la expansión carcelaria también tienen que ver con un cambio de política represiva. Como ha escrito J. C. Chesnais: "En la práctica, la presión social es tal que nuestra política judicial se reduce, de forma casi exclusiva, al castigo del delincuente. Inspirada por un objetivo de eficacia inmediata, se propone eliminar a los causantes de problemas neutralizándolos mediante el encierro: el objetivo de intimidación y de exclusión relega al segundo plano las preocupaciones de prevención social o de enmienda (le los condenados".

Entre prevención y reinserción social hay una contradicción insalvable. En época de crisis (estamos ya instalados en la crisis permanente) el Estado reduce los gastos sociales, con lo que la prevención prescinde de las causas de la delincuencia y se aplica mediante su método especial: funciona sólo desde el miedo que produce el castigo, permanentemente recordado por la existencia de las cárceles tal y como son. En cambio, la "rehabilitación" pretende mejorar la situación personal del penado, convertir el castigo en tratamiento, aliviar el mal hasta llegar a .esa especie de alta médica que es la reinserción so(¡al. Esta contradicción se ha resuelto, en nuestros días, a favor del objetivo de prevención, es decir, del miedo puro y simple. El miedo que se esconde en toda la sociedad detrás de la obsesión por la seguridad y que dicha sociedad quiere devolver a sus enemigos a través de la cárcel. Los ingenuos positivistas vaticinaban que "la criminología se iba a tragar el derecho penal". Ha sucedido exactamente lo contrario.

De acuerdo con un extendido movimiento de opinión en los ámbitos; judiciales europeos, que sale al paso del exceso de trabajo de la Administración de justicia, se quiere rechazar la atribución de misiones sociales a los jueces y se reivindica la tajante separación entre el campo jurídico y el campo social (informe de la Comisión de Justicia del Senado de Francia, hecho público el 11 de junio de 1991). En esa línea, la cárcel también quedaría reservada a esa escueta función jurídica de privar de libertad a los catalogados como indeseables, según ese dictamen tan jurídico que es la sentencia (le un juez. Toda otra esperanza debe ser abandonada.

Reconducida así la situación a. esos términos, el "problema de las cárceles" queda reducido a. una cuestión de intendencia (bien es cierto que algo complicada últimamente por la repercusión imprevista de algún brote epidérmico, que se irá resolviendo como la intendencia ha resuelto estos problemas siempre: con más higiene).

Es ya sólo un problema de medios económicos. El aumento de la población reclusa en todos los países industrializados coincide con el déficit generalizado en el sector público. Este desfase se está paliando en parte entregando a la iniciativa privada un sector de las instituciones penitenciarias (en EE UU, en Francia). En España todavía no se ha hecho; está demasiado vigente el espíritu regeneracionista, que todavía sigue rindiendo sus frutos como coartada política. El mito terapéutico tiene todavía ventajas residuales: si todos los delincuentes son enfermos, el porcentaje de un 60% de penados que al salir de la cárcel vuelve a delinquir (cifras oficiosas de nuestro país), lejos de tornarse como un índice preocupante de reincidencia, puede interpretarse paladinamente como un esperanzador "40% de re habilitados" (es decir, de curaciones), tal y como afirmó, en un reciente debate por televisión, la subdirectora general de Prisiones.

Las previsiones respecto al aumento de la población reclusa son alarmantes. Los estudiosos de las instituciones penitenciarias pronto acudirán al llamamiento de los políticos, que necesitarán una teoría carcelaria nueva que sirva de justificación a esta moderna expansión del fenómeno. Claro que siempre habrá un lugar para los criminólogos, porque ya se sabe que las cárceles se llenan por los drogadictos y éstos sí que son, quién lo discute, unos auténticos enfermos.

G. Martínez-Fresneda es abogado.

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