La Europa de las identidades
El proyecto de la unidad política de Europa, tal como actualmente se encuentra, formada por Estados nacionales democráticos y soberanos, no pasa ni se determina por acontecimientos político-militares, como sucede, según su estructura y constitución, en Estados Unidos de América, ni por las reconversiones de una herencia imperial, tal como lo están determinando las vicisitudes por las que pasa la Unión de las Repúblicas Soviéticas. La unidad europea depende, fundamentalmente, de contenidos culturales y espirituales comunes, de elementos que funcionan allí donde está en juego una libre elección. Pero, si se intenta definir esta cultura común europea, se concluye que la misma no se presenta como un hecho certero y definido, como una sedimentación de las esenciales experiencias comunes de los pueblos; la idea misma de una identidad cultural responde a un contenido específico de la identidad cultural europea y sólo puede ser debatida y discutida en referencia a la tradición de la cultura europea moderna, y por tanto, la discusión carece de sentido fuera de este marco.Es en las ciencias humanas que se han desarrollado en Europa donde ocupa un lugar el problema de la identidad de las diversas culturas, de las épocas y de las sociedades. La identidad cultural, como hecho y como idea, nace en Europa de la conciencia exclusivamente europea de la diferencia o diversidad de las culturas. Esta experiencia de la multiplicidad ha sido percibida no sólo y simplemente desde el extranjero, de un modo panorámico, durante la época de aquellos viajes que determinaron el descubrimiento de nuevos mundos, sino que ha sido vista de un modo más dramático gracias a los conflictos y a la explosión de la pluralidad interna dentro de la propia Europa. Estos conflictos, y, sus resultados siempre provisionales, son -siguiendo una expresión de Paul Ricoeur, aunque nietzscheana de origen- "conflictos de interpretaciones". Más que conflictos de intereses económicos y territoriales, son conflictos de "visiones del mundo" (en los siglos XVI y XVII eran religiosos). Las conclusiones a propósito de estos conflictos , aunque provisionalmente, implican siempre compromisos culturales, que no permiten que sobrevivan las identidades tal corno eran antes. La manera en que se produce la afirmación de las identidades en la Europa moderna supone siempre un rebasar fronteras, un ir más allá, una especie de Aufliebung -si bien relativa- de estas mismas identidades. En consecuencia, las identidades de los Estados nacionales de la modernidad europea se afirman a expensas, y con el supuesto menoscabo, de otras identidades menores, como las, locales, las regionales o las de ciertas clases o grupos sociales determinados. Por tanto, si bien Europa es el continente de las identidades, es también el ámbito en el cual la identidad está permanentemente cuestionada.
El historicismo y la antropología cultural, y de un modo más general las ciencias humanas, son, en cierta medida, una especie de manifestación emblemática de la cultura europea. Todas ellas interpretan ese carácter de conciencia de la multiplicidad, y del recorrido de las realizaciones históricas que K. Mannheim en Ideología y utopía (1929) y, antes que él, Nietzsche en la segunda Consideración inactual le habían atribuido a Europa. La cultura contemporánea, como lo había previsto Nietzsche, en su conciencia del carácter provisional de los valores y de las culturas, vive una suerte de historicismo de masa, dentro de la cual las identidades se afirman en tanto se suspenden. La autoironía y la desmitificación de Europa, un continente que ha vivido mucha historia, exaltan la multiplicidad de las formas espirituales posibles, mostrándolas como algo disponible dentro de una especie de gran supermercado 01 según la imagen de Nietzsche, como dentro de un guardarropa de prendas teatrales, y, sin embargo, no es cierto que todo ello sea condenable.
Este supermercado -sólo por usar el término más provocador- no es algo diferente u opuesto a la gran tradición de la Europa moderna, es decir, la tradición de la libertad de opinión, de la tolerancia, de la democracia; todo esto compone la forma actual. Por cierto que es necesario buscar, en esta misma tradición, los principios por los cuales se puedan criticar los aspectos perversos, desviados, de sus manifestaciones actuales:pero es muy importante, incluso desde la perspectiva de esta actitud crítica, reconocer que lo que estamos viviendo actualmente, aun bajo la forma algo inquietante del supermercado de las ideas, de los estilos, de las formas espirituales, es la continuación lógica de esta gran tradición.
Este contexto pluralístico se exalta y destaca desde el mercado de la comunicación de los mass-media. La historia de la sociedad más penetrada e influida por los mass-media, la sociedad americana de estos últimos 20 años, testimonia cómoen el marco del mercado de la comunicación la propia pluralidad social se ha vuelto reconocible y se muestra progresivamente liberada. Las minorías -raciales, sexuales, políticas toman la palabra a través de la multiplicación de los medios de comunicación de masas, y en ellos se encaman, con la oficialidad del lenguaje público, aspectos de la experiencia siempre postergados, como la sexualidad; la autoironía de los medios y del star-system -que siempre construye mitos, pero mostrando al mismo tiempo los mecanismos de la mitificación- reduce la afirmación de las identidades dentro de un contexto que ha sido largamente invadido por la conciencia historicista de la multiplicación de las identidades, de su relatividad y de su carácter provisional.
¿Es, en consecuencia, posible proponer una teoría de la identidad cultural europea que, alimentándose de nuestra tradición filosófica, ofrezca un principio de juicio y de crítica y no sea una simple apología de la cultura de masa, sino que, en alguna medida, esté dispuesta a continuar la tradición de la cultura europea, es decir, su vocación de afirmación y de suspensión de la identidad?
El reconocimiento de esta vocación, en realidad, no es fácil, sobre todo en razón de que durante la historia pasada y actual de Europa las identidades (nacionales, de grupos o de clases, religiosas) se han afirmado siempre durante las situaciones de conflicto, derivando de ellas la tendencia a presentarse como absolutas y exclusivas. Actualmente, esta tendencia se confronta con la conciencia de la multiplicidad de las culturas y de los sistemas de valores, frente a las cuales aún reaccionan movimientos nostálgicos del retorno a las identidades fuertes. La acusación de inmadurez y de nostalgia regresiva dirigida a estos movimientos puede resultar bastante relacionada con una lógica del desarrollo, del progreso, siguiendo el criterio de que nuestros juicios deberían consistir en la capacidad de estar a la altura de los tiem
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La Europa de las identidades
Viene de la página anteriorpos, Como si éstos siempre tuviesen la razón. Creo, sin embargo, que se puede resucitar la noción de inmadurez incluso sin asumir una actitud racionalista de la historia, simplemente retornando lo que ya estaba presente en las ideas de Nietzsche (que no tenía ninguna tendencia a concebir la historia como un proceso providencial y unilateral), en concreto, aquella idea que señala que el límite del hombre contemporáneo radica en el hecho de no estar preparado para acoger las posibilidades que las nuevas condiciones de la existencia (sobre todo aquellas que son fruto del progreso técnico) le ofrecen. La inmadurez de los movimientos de retorno a las identidades fuertes consiste en no reconocer que el surgimiento de la fisonomía propia de un grupo, de una etnia, de cualquier minoría, es posible allí donde el mercado y / o la tiberalización -la multiplicación de los centros de comunicación- abren un espacio de juego que, por otra parte, también debiera poner límites a la fuerza y al absolutismo, con los cuales las identidades que emergen se imponen dentro del marco público.
El principio crítico de la cultura de masas se encuentra, por tanto, dentro de ella misma, en cuanto continuación de la tradición historicista europea. No podemos caer, al menos totalmente, en aquello que Lyotard llamaba los grandes cuentos, o sea, la filosoflia de la historia. Si creemos que ya no dependemos de ellos es, precisamente, entonces cuando éstos nos dominan del modo más peligroso, justamente como prejuicl os de los cuales no somos conscientes. La única manera razonable de no depender más de los grandes cuentos es la de aceptar un gran cuento, el que se refiere al fin de los grandes cuentos. Contamos, todavía, con una filosofia de la historia y es la filosoflia que nos habla, explícitamente, del fin de la filosofía de la historia. Reconocer que Europa es la tierra del historicIsmo de masa (bajo la forma de cultura masificada, de supermercado...) significa asumir de manera explícita la esencia filosófica de nuestro continente, su ser destinado a la afirmación y a la suspensión de las identidades. Europa es la tierra en la cual el ser -podremos decir la realidad- se afirma sólo en sí rrusmo, o, de lo contrario, ella (la realidad) se debilita, se disuelve, se suspende.
Pensemos en el devenir de la ciencia moderna, cuyos objetos son tanto más lejanos de las cosas de nuestra experiencia cotidiana cuanto más se vuelven ciertos, seguros, dominados de un modo riguroso. Incluso, bajo el perfil social y político, aún tenemos el coraje de definir el progreso de la Europa moderna como estrechamente vinculado al debilitamiento: de las autoridades tradicionales, de las pertenencias (familia, raza, religión, nacionalidad y, por fin, también clases), resumiendo, de las identidades fuertes, estables. En esta limitación del principio de realidad y de la afirmación de las identidades de Europa, l'Abandland, puede ofrecer un ideal moral y político digno de ser elegido y cultivado, o, al menos, puede proponer una dirección a nuestro futuro.
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