Bienestar
Me despiertan los berridos de euroniños remojándose en piscinas de alquiler. Son alemanes, suizos y belgas hambrientos de sol y sedientos de mar. En su tierra les habrían extirpado los órganos reproductores del sonido. Aquí les dan hormonas. Me asomo al paisaje. Huele a basura porque el Ayuntamiento turístico hace la recogida una sola vez por semana, y gracias. Bajo hacia la playa. Los contenedores rebosan desperdicios. Difícilmente consigo luego aparcar cerca de un supermercado. Con la pechuga llagada al aire, los extranjeros salpican los estantes de sudor y van llenando su carromato. Guardo cola para pagar 1.134 pesetas por ocho porciones de yogur, una de mantequilla, tres panes y media docena de huevos.Localizo la playa por el rugido de las motos acuáticas y la nube de polvo que levanta una caravana de automóviles. Desisto de unirme a ellos. Doy la vuelta forcejeando con un guardia, que no me deja. Esquivo a un perro extraviado que camina por el centro de la carretera con una paletilla de cordero en la boca. Miro el reloj: 10.45 y todavía salen de la discoteca residuos de juventud escupiendo su divino tesoro. Me encierro en casa. Pongo la radio. Hablan de la reunión de los siete grandes, que quieren convertir la ONU en un perro guardián de la paz.
-Apago la radio cuando dicen que la gasolina bajó una peseta por litro y que los musulmanes británicos están de acuerdo con que vayan siendo ejecutados los editores, traductores y vendedores de Los versos satánicos. Leo una página de ese libro. Me quedo dormido. Despierto al atardecer. Vuelvo a admirar el paisaje. Hay un grandioso incendio en el monte y ya están cenando paella los alemanes con música de acordeón. Ahí abajo, uno se levanta de la mesa para ver con prismáticos cómo arden las piedras que aún tenemos.
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