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La posguerra europea

Si la política no fuera más que una continuación de la guerra por otros medios -como en el fondo decía Clausewitz, aunque lo formulara a la inversa-, la posguerra del golfo Pérsico no dejaría mucho que decir. Sería administrada por los vencedores y cada país incrementaría o vería reducida su influencia en la zona, y desde ella en el conjunto del escenario internacional, de un modo correlativo a la participación que hubiera tenido en las acciones bélicas.Desde este punto de vista, en Europa no habría espacio más que para una nueva oleada de europesimismo, como la que recorrió el continente a mediados de los ochenta. Ciertamente, Europa ha desempeñado un triste papel en la política mundial de los últimos meses. Por una parte parecía que los europeos en su conjunto pretendieran ser gorrones (free-rider) de Estados Unidos; es decir, compartir los beneficios de la victoria, el petróleo al alcance y la paz protegida del peligro de caudillos árabes expansionistas sin pagar la cuota correspondiente en términos de defensa y seguridad. Por otra parte, algunos países europeos asemejaban querer gorronear del gorrón y desentenderse incluso de las modestas acciones comunitarías europeas en el exterior.

El caso más significativo de este huidizo comportamiento ha sido sin duda Alemania. Fue precisamente la caída del muro de Berlín y la consiguiente reunión alemana lo que disipó las brumas del europesimismo y permitió contemplar una inesperada oportunidad histórica de una Europa ampliada, si no hasta los Urales, tal vez hasta los lindes de la antigua Königsberg prusiana. La devolución de un papel político central a la geográficamente céntrica Alemania revivió los temores al tradicional hegemonismo germano. Pero pronto los gobernantes alemanes se apresuraron a concretar su designio no en una Europa alemana, sino en una Alemania europea, que debería convertirse en un nuevo y potente motor de la Comunidad Europea.

La experiencia de la crisis del golfo Pérsico ha acabado con este efímero proyecto. Los gobernantes de la reunida Alemania han apostado por un desentendimiento de las responsabilidades comunes con sus aliados europeos y occidentales, con el telón de fondo de las manifestaciones masivas más resentidamente antiamericanas clae han tenido lugar en toda Europa y la toma de posición del único partido socialista europeo abiertamente enfrentado a la coalición encabezada por Estados Unidos. La experiencia muestra que la comunidad política alemana no ha superado el trauma del III Reich. Si bien se confirma ahora que los temores de un nuevo expansionismo germano a finales del siglo XX son más bien infundados, se aprecia con mayor claridad que la huella de la historia del Estado alemán anterior a 1945 sigue siendo determinante en los comportamientos de sus ciudadanos y políticos, aunque en el sentido inesperado de haber dado lugar a una reacción de alergia a cualquier asunción de responsabilidades fuera de sus territorios aledaños. De hecho, desde hace un año es incluso visible una tendencia de los alemanes a mirar hacia el Este más que hacia el Oeste. La economía alemana se está orientando en buena parte hacia los países que se han desembarazado del dominio comunista, que se dedican a comprar maquinaria a Alemania y electrónica doméstica al Japón (el otro gran ausente de la crisis del Golfo), y ya ha dejado de ser arriesgado prever un nuevo acercamiento histórico alemán a la URSS. Obviamente, toda esta orientación alemana ha contribuido decisivamente a la anulación de cualquier política exterior de la Comunidad Europea.

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La posguerra del golfo Pérsico ha difuminado, pues, las virtualidades del eje Bonn-París, que en los últínios meses había empujado hacia una mayor autonomía de la Unión Europea Occidental (UEO) con respecto a la OTAN y a una rápida unión monetaria europea. Sólo un eje Londres-París estaría ahora en condiciones internacionales de dar a la Comunidad Europea una política exterior y de seguridad común. El Reino Unido y Francia revalidarían así su papel de únicos europeos fundadores de las Naciones Unidas y miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Pero cabe la duda de si el desprecio de Thatcher a la Europa comunitaria ha desaparecido con la ex primera ministra o si también John Major pretende ser más que nada un sólido número dos, decididamente colocado tras el número uno, Bush, renunciando a un liderazgo europeo para el que podría ser un idóneo candidato. En cualquier caso, el papel británico de puente mediador con Estados Unidos no debería ser visto como un inconveniente, sino más bien como un elemento positivo para el reforzamiento político europeo. Sería, en definitiva, un elemento crucial para extraer todas las potencialidades del fin de la guerra fría rehaciendo la coalición aliada en la II Guerra Mundial.

Esta recomposición política europea es inviable sin un replanteamiento del marco institucional de la Comunidad. En los años recientes el énfasis ha sido puesto en la denuncia de su déficit democrático y en consiguientes propuestas de ampliación de los poderes del Parlamento, incluido el control de éste sobre un Ejecutivo que sería la Comisión. Sin embargo, en las pasadas semanas se ha mostrado con extraordinaria claridad que el Parlamento une a su condición de institución más formalmente representativa un alto nivel de ineficacia. La dificultad de formación de mayorías y la sucesión cíclica de éstas, mediante diversas coaliciones en torno a los grupos popular, socialista, demócrata y arco iris, sobre todo, impidieron incluso que ante el inicio de las hostilidades en el Pérsico la Cámara pudiera aprobar siquiera una declaración medianamente significativa. Por otra parte, una enérgica democratización de la CE, concebible sólo como resultado de mayores concesiones y mutuos compromisos de lealtad entre los actuales Estados miembros, muy probablemente dificultaría una próxima ampliación a países que no hubieran participado en ese proceso cuasi-constituyente. Por todo ello, parece lógica la tentación de buscar una mayor operatividad decisoria y una mayor apertura al resto de Europa y al exterior a través del Consejo. Pero éste -en el fondo no menos representativo de las poblaciones que el Parlamento, ya que es una emanacíón directa de los Gobiernos parlamentarios de cada Estado- sigue en buena parte paralizado por la obediencia a la norma no escrita del consenso, la cual impide tomar decisiones si no es por unanimidad. Tal vez se requeriría, pues, un consenso para renunciar al consenso. Es decir, que las instituciones comunitarias se decidieran a asumir como propias la pluralidad y la disidencia, esencialmente europeas, sin menoscabo de un compromiso de acción común.

Si se pretende superar los límites del realismo político, que sólo conduciría en la actual situación a celebrar el poder indiscutido de EE UU o a resignarse a él, hay que abrir paso a la cooperación en mutuo beneficio y a decisiones guiadas por cálculos a largo plazo que puedan alterar políticamente la relación de fuerzas militares. El terreno de las instituciones es el propio de tales estrategias. De otro modo, el acuerdo de la CE de centrar todas sus iniciativas en la posguerra no habría sido más que un vergonzante aplazamiento del problema; es decir, una confesión de la inoperancia para tomar iniciativas que ha mostrado todos estos meses. Los nuevos conflictos que el imaginario fin de la historia hegeliano, como se ha visto, no nos va a ahorrar, reproducirían y agravarían el mismo triste papel que ha tenido en este conflicto la Comunidad Europea.

Josep M. Colomer es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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