Y ahora...
Parece que en el paraíso terrenal de Kuwait se están acabando los tiros, y nos sobreviene cierto horror al vacío ante la perspectiva de una guerra que ya no será. Las posguerras son menos cruentas pero más insípidas: señores que se sientan en torno a una mesa, ninos que juegan entre las ruinas y bondadosas damas de blanco repartiendo pan con mantequilla. Nada excitante. En cambio, la guerra es otra cosa. Se trata de la única catástrofe no natural provocada por el hombre con toda naturalidad. Y eso, cuando nos pilla de cerca, nos deja absolutamente sorprendidos de nosotros mismos, y nos disponemos a cazar al criminal de guerra para pasearle por las calles de Occidente con el capirote puesto y atado sobre una carreta. Porque el criminal de guerra siempre es el vencido, tal vez porque el bombardeo sistemático de Bagdad nunca será un crimen, sino una sirñple persuasión a cargo de los vencedores.Pero, ahora, ¿de qué hablaremos sin una buena guerra que nos ampare? ¿Cómo explicaremos a nuestras novias nuestra frigidez nocturna sin la excusa de los misiles? ¿Enterraremos a tantas amistades con las vísceras ideológicas al aire, o echaremos whisky sobre las heridas? Después de esta guerra nos despediremos para siempre de esos chicos de la CNN que nos han dado un curso de inglés acelerado. Olvidaremos a esos coroneles españoles que se sentaban en los platós a hablar de sus cosas con la naturalidad civil de los tomadores de té. Y acompañaremos a nuestra vecina del videoclub hacia su ruina o hacia el paro. Esta guerra lejana nos ha cambiado el paisaje, y el desierto sin tanques nos aburre. Todas las decisiones aplazadas tantos meses empezarán a fluir ahora con desgana por los fax y los aeropuertos. Y nos sentiremos convalecientes de un dolor pequeño y disgregado. Estamos sucios y cansados. Nos llenaron de mierda para compartirla y se han olvidado de vaciarnos.
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