Los anti
Lo que se lleva en estos días bisagra es el antinavideñismo público. Se trata de un movimiento de praxis contradictoria. Sus militantes cultivan la estridencia iconoclasta pero sucumben ante la tentación del cuerpo. Se jactan de pasar las navidades en el Caribe pero venderían a su padre por hincarle el diente a un buen jijona. El antinavideñismo es el último retortijón de las rebeldías. Hubo un tiempo en que despreciábamos a las élites y adorábamos a las masas, tal vez porque sabíamos que veníamos de aquéllas y que nunca llegaríamos a éstas. Ahora, en cambio, despreciamos la gregariedad de las masas y nos exultamos en nuestra individualidad preciara. Por eso los apocalípticos de la zambomba y el arbolito hacen malas caras, atropellan a los papanoeles, cortan el rabo a las estrellas y siembran los belenes de caganers, que es esa figura en cuclillas con la que la tradición catalana intenta aproximar lo místico a lo escatológico.Pero incluso el más recalcitrante de los antinavideñistas baja la guardia ante esa ficción temporal que es el cambio del año. La cosa dura tan sólo una horita escasa, pero es un pulso emocionante que el planeta se echa a sí mismo. Durante esa hora corta que envuelve las doce campanadas la gente cree efectivamente que todo está a punto de cambiar y se cubre con sombreritos cónicos y sorinisas seráficas, besa a los desconocidos y bebe de esa misma y enorme copa de la noche. Tal vez esta suma de quereres y de caricias anónimas no es más que el entreno ante cualquier apocalipsis espontáneo. O tal vez resulte que algún día, antes del poder y la riqueza, la humanidad fue así y una vez al año nos emerge el genoma de la especie. En este brevísimo tiempo universal la gente quiere ser más pradera que castillo. Pero son sólo unos minutos. Demasiado pocos para que el deseo de humanidad sea más fuerte que la evidencia de los hombres, y que la fiesta se imponga sobre la autocomplacencia estéril.
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