Las dos demagogias y el público
Las referencias a la prensa con que Felipe González inició si discurso de apertura del reciente congreso del PSOE fueron bastante demagógicas: tendían, antes que a hacer luz sobre un problema, a suscitar, mediante el halago, la adhesión del auditorio. El motivo elegido fueron los comentarios de los medios sobre el hecho de que dos tercios de los delegados -su público en ese momento- fueran personas con cargos públicos. Se trataba de un dato de indudable interés sociológico y político que había sido facilitado por los propios dirigentes socialistas. Uno de los objetivos declarados del congreso era el de estimular lo que dio en llamarse la renovación y apertura a la sociedad de un partido que lleva ocho años en el poder. Era lógico preguntarse si ese objetivo resultaba verosímil partiendo de un colectivo cuyos intereses personales estaban tan íntimamente ligados al mantenimiento del equilibrio interno de poder establecido (del que dependen nombramientos y elaboración de las listas electorales).Con mayor o menor agudeza, los medios llamaron la atención sobre ese dato. Algunos de ellos, con notable mala fe: no es lo mismo que esos cargos públicos lo sean por elección o por designación, y que cobren o no un sueldo con cargo a los presupuestos. Y desde luego, ninguna reticencia sobre la voluntad de renovación de los asambleístas autorizaba a considerar que todos ellos eran un rebaño de ovinos camino del pesebre, como, con nulo rigor y escasa gracia -tanta como la de los chascarrillos de cualquier Hormaechea o Guerra-, proclamaba aquella mañana desde su portada un diario de Madrid.
En política, la exageración caricaturesca de la realidad tiende a hacer inocua, por increíble, la crítica. No es necesario, por ejemplo, que un gobernante sea comparable a Hitler, a Stalin, a Franco, para que sus actitudes sean condenables. Para empezar, si la analogía fuera consistente, los críticos no podrían decirlo: una característica de los regímenes policíacos o dictatoriales es que no puede afirmarse que lo sean. Eso deberían saberlo mejor que nadie algunos de los que con más énfasis proclaman cada día que nunca antes en España hubo tantas agresiones contra la libertad de expresión, sin darse cuenta de que al hacerlo a los cuatro vientos están negando aquello que tratan de demostrar. El deseo de los gobernantes de rehuir la crítica y esquivar los debates reales se ve frecuentemente favorecido por esas exageraciones destinadas, también ellas, a satisfacer a un público predispuesto.
El presidente ejerció su derecho a contestar a esas críticas absurdas. Pero al recurrir también él a la simplificación sumaria y a la generalización abusiva se colocó en una actitud simétrica a la que pretendía combatir: todo el problema se reducía a la insuperable ignorancia y falta de sentido democrático de los periodistas críticos con el poder. Luego matizaría, pero el efecto perseguido ante los delegados ya había sido alcanzado. Tras el éxito obtenido -tacto de codos, risitas, ovación-, ¿quién iba a atreverse a suscitar el asunto de la composición del congreso si todo era un invento malintencionado de los plumíferos?
Así planteada la cuestión, la posterior referencia a la conveniencia de hacer más transparente la propiedad de los medios -es decir, de desvelar qué poderes o intereses están detrás de lo que se aprecia a simple vista- tuvo todo el aire de una difusa amenaza (o de una no tan difusa advertencia: sabemos que estás ahí). Al establecer una continuidad entre la descalificación genérica de los periodistas críticos -no entienden la democracia- y esas eventuales medidas a favor de la glásnost se convierte a éstas en un factor potencialmente disuasorio de aquellas iniciativas empresariales en el campo de la comunicación de masas que pudieran no resultar del agrado del Gobierno. Esa aproximación viciada al problema va a lastrar cuantas propuestas legislativas sobre la cuestión pudieran suscitarse en el futuro: sobre ellas pesará inevitablemente la sospecha de una intención fiscalizadora.
Se trata, por tanto, de un mal comienzo para algo que, planteado de otra manera, podría resultar de interés: extender a la propiedad de los medios la transparencia que se exige en otros campos de la actividad social. Por ejemplo, a la financiación de los partidos. Transparencia, de otra parte, que debería afectar también a aquellos medios en los que existe una participación estatal, y desde luego a las empresas de comunicación en cuyo accionariado figura el partido del Gobierno. Y que podría hacer luz igualmente sobre las relaciones entre determinados gabinetes de imagen o agencias de publicidad y algunos medios.
Un mal comienzo porque, de entrada, no parece que un desahogo personal en un congreso de partido sea el mejor inspirador de cualquier iniciativa de este tipo; y que se trataba de una improvisación lo demuestran las vacilaciones del ministro Zapatero a la hora de intentar concretar las consecuencias legislativas de la ocurrencia de González. Dicho sea de paso, la facilidad oratoria del presidente no debería llevarle a prescindir del apoyo de los guiones escritos: para que no pierda el hilo y para evitar que sus frecuentes reiteraciones hagan perderlo a sus oyentes; pero también para prevenir esas improvisaciones que, con toda razón, él reprocha a los tertulianos que dicen ante un micrófono lo primero que les viene a la cabeza.
Que determinados medios de prensa escrita -especialmente semanal- y sobre todo radiofónica son en España desmesuradamente (y a veces hístéricamente) beligerantes contra el Gobierno salido de las urnas es una realidad sobre la que han expresado su asombro, por ejemplo, los corresponsales extranjeros. Ciertamente, la asimetría en la crítica es a veces escandalosa. Basta imaginar lo que ciertos columnistas hubieran escrito si en lugar de los de Fraga y Aznar hubiera sido el nombre de Felipe González el que hubiera aparecido en las grabaciones de las conversaciones entre los Naseiro, Palop, Sanchis.
Que esa beligerancia se adereza muchas veces con los recursos de la demagogia más burda resulta difícilmente rebatible: tomando simultáneamente todas las salidas posibles, se denuncia hoy la existencia de un problema y mañana aquello que viene a resolverlo. Que la invocación a la libertad de expresión cubre con frecuencia la desnuda. exigencia de impunidad para prácticas indeseables e injustas es cosa sabida: cubre, por ejemplo, la entrada a saco en la intimidad de unas personas a las que unilateralmente se decide convertir en personajes públicos. La insidia, a veces disimulada tras la referencia a unas fuentes innominadas -que, por serlo, no podrán replicar- o enmascarada mediante expresiones del tipo según comentario general, ha llegado a constituirse en cláusula de estilo sin la que algunos no tendrían nada que decir o escribir.
La justificación de esas prácticas en nombre de la falta de sentido del humor de las víctimas, casi siempre indefensas ante un mundo cuyas reglas desconocen, revela hasta qué punto tienden a darse la mano la incompetencia del chapucero y el cinismo del amoral. Coincidencia especialmente notable por cuanto suele ocurrir que quienes viven de esa confusión se tienen a sí mismos por heroicos defensores de los intereses del público. Y sí es patente que ese tipo de abusos se produce en numerosos países, sus efectos sociales son más perniciosos en España, porque aquí no existe la clara delimitación que se da en otros entre prensa seria y amarilla, con circuitos independientes e inconfundibles para el ciudadano.
Todo ello es cierto. Pero también lo es que en una sociedad abierta y plural, y cuyo sistema político se apoya en la existencia de la opinión pública, la posibilidad de un uso torcido o abiertamente deshonesto de la libertad de prensa es el precio (uno de los precios) a pagar por esa misma libertad. Del mismo modo que lo es, por ejemplo, la posibilidad de participación electoral que el sistema democrático brinda a fuerzas que dudosamente podrán calificarse de tales. En el límite, y en el aspecto concreto de las críticas al poder político, casi podría decirse que la desmesura, incluso injusta, de algunas de ellas constituye una especie de contrapeso a la tendencia de los gobernantes, especialmente cuando llevan mucho tiempo en el cargo, a su ensimismamiento y tendencia a tomarse en serio los halagos que reciben de su entorno inmediato.
La única frontera debería ser el respeto a la ley, aunque es cierto que muchos de quienes admiten eso en teoría protestan luego airadamente si alguien se atreve a recurrir a los tribunales. Pero, con todo, si una mayor agilidad de la justicia garantizase la defensa frente a esos abusos, sería preferible asumir el riesgo de su existencia a los derivados de una fiscalización preventiva desde el poder.
Ciertamente, sería deseable, en términos generales, que la opinión pública conociera qué personas o intereses sostienen, sin dar la cara, a determinadas empresas periodísticas manifiestamente ruinosas; pero de su eventual desvelamiento difícilmente se seguirían consecuencias penales o de cualquier otro tipo, exceptuando el hecho mismo de que el público contase con un dato adicional a la hora de decidir qué información consume. Ese desvelamiento corresponde entonces a la sociedad (y tal vez, en primer lugar, a los propios medios de comunicación), sin que se vea qué puede aportar a esa tarea una legislación especial impulsada desde el Gobierno. Por ello, y ante los riesgos mayores que se derivarían de una intervención desde el poder político, difícilmente entendible si no es con fines de control, más vale que los gobernantes se abstengan de llevar al BOE sus, por otra parte comprensibles, desahogos.
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