El gallo
Murió el magistrado y en Madrid se celebraba el entierro, pero su alma había transmigrado, y en ese momento él ya era un gallo en Madagascar mientras aquí la familia junto al féretro lloraba todavía. Ahora su alma lucía espolones y una cresta colorada. Había expirado dulcemente deslizándose por un tobogán oscuro. Atrás había dejado el último sonido de unas plegarlas en latín unidas al olor de aquellos frascos de medicinas que cubrían la mesilla de noche, y de pronto la penumbra de su habitación fue sustituida por un fogonazo de sol y de gritos. Su alma aún era un alma de magistrado. Conservaba intacta la memoria de su vida anterior, la sabiduría de las leyes, la experiencia del orden, y en ese instante toda ella se hallaba palpitando dentro de un gallo de pelea en una isla del Sur, aunque su cadáver había quedado en Madrid, donde las honras fúnebres iban a comenzar. Ambas ceremonias fueron simultáneas. En Tananarive, capital de Madagascar, también estaba a punto de iniciarse el combate, y él era uno de los dos contendientes. El magistrado vio con asombro que su propietario le calaba unas fundas de acero en los espolones y lo depositaba frente a otro gallo de su estilo bajo unos ventiladores, en medio de un corro de negros que vociferaban apostando con billetes sudados. Tantos alaridos cegaron su nueva alma, y de repente un impulso desconocido lo lanzó contra el cuello de su enemigo hasta que el pico y las garras se cubrieron de sangre. Al mismo tiempo, su cuerpo presente, ataviado con la toga y el collar de oro en un salón del Palacio de Justicia, era ensalzado por el ministro del ramo en la capilla ardiente. Allí se sucedían los elogios rituales, y todos le recordaban como un hombre de honor, pero muy lejos ahora su alma brillaba con plumas ensangrentadas en una isla de fuego, y cuando sus restos mortales fueron aupados hasta el furgón, el antiguo magistrado acababa de ser proclamado campeón de Madagascar, puesto que había degollado con una ráfaga de su espolón al otro gallo.
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