Contra la 'mili' perdurable
Hoy las ciencias bélicas adelantan, en efecto, que es una barbaridad. Y como ya han hecho posible que en una guerra nos podamos triturar más y mejor, entre menos y en menor tiempo, surgen voces de todos lados que predican un servicio militar reducido y un ejército profesional. ¿Nos habremos de conformar con tales argumentos técnico-mortíferos y con las premisas netamente empresariales que difunden? Pues, mire usted, no.La inutilidad de un ejército nacional sería ya motivo, desde luego, para su reducción. Tal vez por no ser entonces de este mundo, España no entró en ninguna de las dos contiendas mundiales del siglo. Que yo recuerde, desde la guerra civil hasta la fecha, hemos mantenido algún ligero rifirrafe con Marruecos por motivos coloniales y un conflicto con Guinea que de militar sólo tuvo escarceos. Y ahora mismo, en el follón del Golfo, de toda nuestra flota tan sólo hemos mandado a luchar contra aquellos elementos a tres barquitos. Concluyamos: en tiempo de paz, el ejército resulta -como el caudal de gracias del Espíritu Santo- sobreabundante; cuando hay amenaza de guerra, también, porque se lo usa con cuentagotas; y en caso de estallido, lo mismo, porque las contemporáneas no son guerras de masas, sino de aparatos. Así que sus misiones efectivas más relevantes consisten en contribuir a rescatar a algún montañero perdido o socorrer a alguna población anegada por las aguas. Y para eso, francamente, bastaba con un retén de guardia... Pero, con ser clave, no es aún objeción suficiente contra el ejército nacional, sino sólo contra su número.
La creciente complejidad de las máquinas de guerra aboga también por la limitación, pero sobre todo -dicen- por la profesionalización del ejército. Ocurriría en la producción militar otro tanto que en las demás: que perfeccionar su proceso de trabajo obliga a especializarlo y a prescindir de la mano de obra sobrante; es decir, en nuestro caso, de la carne de cañón. Sólo que, a diferencia de otras, y precisamente por dejar en la calle a mucha tropa, la reconversión del sector castrense sería recibida con enorme alborozo.
Y es que la profesionalización que la acompaña supone, entre otros, dos fenómenos a primera vista halagüeños. Por de pronto, la ampliación del mercado laboral por la oferta de empleo en el departamento de Defensa. La mili habría dejado de ser un servicio obligatorio y gratuito a la patria para convertirse en un trabajo libre y remunerado por el Estado. El ejercicio de las armas sería una actividad pública como cualquier otra, y el ejército, tan empresa del Estado como las de hidrocarburos. Pero, lo que es más significativo, un reclutamiento profesional pone punto final a la equivalencia entre el derecho de ciudadanía y el deber de las armas. Contra el principio vigente desde la Revolución Francesa, ahora se decreta que ya no es preciso ser soldado para ser ciudadano. España ha dejado de ser una nación en armas, para confiarlas a un pequeño grupo de expertos. En lugar de una obligación de todos, la ocupación castrense se vuelve algo que cada cual tiene el derecho de aceptar o rechazar. De suerte que la profesionalidad de la mili parece acarrear ganancias para todos: para el estamento militar (mejora de calidad), para la sociedad en conjunto (creación de empleo) y para el individuo (levantamiento de la conscripción y respeto de sus libertades). Y, sin embargo, siendo mucho, tampoco es bastante para lo que los tiempos reclaman. Objetores e insumisos, aun cuando ya no sean llamados a filas, no deben dar por terminada su tarea.
Todo lo contrario, profesionalizar la mili vendría a ser un modo de apuntalar el ejército, si bien un ejército recortado. Equivaldría a la consagración del militarismo, aunque, eso sí, camuflado bajo un uniforme más aséptico. Cuestión menor es si la tecnología guerrera exige una elevada cualificación de todos los combatientes. (Ya me dirán a cuento de qué se requiere hacer una profesión del manejo de un fusil de asalto, por sofisticado que éste sea). Pues lo que importa es subrayar que tal profesionalización sólo cuestiona el cómo y el cuánto, pero no el porqué ni el para qué de los ejércitos. Como las restantes ramas de la producción capitalista, tampoco la militar se pregunta por la necesidad real de su producto. Se contenta con que un fin del todo indiscutido (allá el incremento del capital, la preparación para la guerra aquí) determine la cantidad y calidad de los medios técnicos (digamos, pues, de combate) precisos y que éstos, a su vez, regulen la cantidad y calidad de los instrumentos humanos que los manejen.
Pero, si no es más que eso, profesionalizar la mili no es otra cosa que sujetarla por fin a los mecanismos racionalizadores del moderno Estado burocrático, de los que hasta ahora -por especial privilegio o por desidia- se había librado. Si eso es todo, aquella reforma sólo significa integrar en los límites del mercado a un sector que todavía se le resistía; o sea, reducir a relaciones y términos salariales una de las pocas ocupaciones aún no remuneradas y regidas por el ordeno y mando. En fin de cuentas, de la vistosa pareja que formaban el recluta y la criada, hace años que ésta alcanzó su reconocimiento laboral mediante su notable conversión en empleada de hogar. Ya no tenía por qué someterse a los caprichos de sus señores ni esperar la incierta gratitud de la familia que la empleaba. Para recomponer la igualdad de aquella pareja era justo que el servicio militar se pusiera a la altura del servicio doméstico. Y éste es el momento de ascender al recluta al rango de profesional de las Fuerzas Armadas.
Hacer de la milicia civil (valga la expresión) un oficio tal vez sea, hoy mismo, en el mundo occidental una tendencia imparable. Pero al menos no conviene ocultarse la raíz última de la que proviene. De un lado, que no hay razones legítimas para sostener una mili universal y forzosa, y promover así un ejército nacional. Del otro, que tampoco se detectan indicios favorables a implantar una mili voluntaria y gratuita (a menos que la queramos asilo de nacionalistas furibundos o de matones). Y puesto que el "todo por la patria" no parece ya estímulo asaz gratificante, se le ofrece por un tiempo al candidato a soldado lo que se viene ofreciendo a sus jefes y oficiales de por vida: la única dignidad que admite (un puesto de trabajo) y la sola contrapartida que todos aceptan (el dinero). No cabía inspirar móviles más generosos en quienes hoy tienen por misión notoria proteger o expandir los intereses económicos de sus Estados. Si el saqueo y el botín dieron paso a una exigua soldada, ahora la soldada está a punto de trocarse en sueldo.
Son los Gobiernos los que declaran las guerras, y los individuos quienes las padecen. Así que no diré -como algunos- que el mayoritario repudio de nuestra sociedad hacia el servicio militar sea sólo síntoma preocupante de su creciente desapego de la cosa pública. Nada de eso. Afirmo más bien que si se ha perdido un cierto sentido cívico ha sido probablemente para ganar otro sentimiento ciudadano de mayor amplitud y hondura. A corriente del comercio universal de mercancías y de ideas, viene el derrumbe de los prestigios castrenses y la conciencia de la ineludible solidaridad entre los Estados, pero también del orden injusto que en ese intercambio ocupan. Surge así tanto la convicción de la evitabilidad de la guerra como de su requisito indispensable: una autoridad -que no mero poder- internacional. Y con ella brota la idea de que la única guerra justa será la emprendida contra los rebeldes a esta autoridad, y la única fuerza legítima, la convocada por ella. Frente a todo esto, la propuesta de profesionalización militar resulta una reacción oblicua, engañosa, vergonzante. Pues esa nueva conciencia aspira, por entreverla como posible, a la supresión de los ejércitos... ¿Una utopía irrealizable? Sólo si usted lo dice.
Aurelio Arteta es profesor de Filosofía de la Universidad del País Vasco.
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