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El fetichismo de la mercancía

La Bolsa es una escenificación del mercado. En fases como la actual, con las transacciones bajo mínimos, al bolsista le queda tan sólo el triste destino de confundirse en el escenario y hallar en él su razón de ser. Las acciones son títulos al portador y para nadie es un secreto que en tiempos de gran penuria han llegado al extremo de servir para empapelar elegantes salones en mansiones de renombre. Digamos que las cenefas de sus convencionales diseños han hecho las veces de abalorio sustituyendo a los tonos pastel del interiorismo moderno. Para el bolsista que se resiste a la máquina implacable del mercado continuo asistido por ordenador, el título, en el sentido físico del término, encarna además lo que un economista clásico llamó "el fetichismo de la mercancía". Y cuando un título -como es ahora frecuente- vale menos que su propio valor de uso decorativo, al bolsista le queda el amor, la sublimación del acto mercantil en momentos de penuria: proyectar sus sentimientos sobre un papel mojado. Algo parecido hizo Hans Gartorp, el personaje de Thomas Mann, al contemplar fascinado la radiografía de su amada, en la que se revelaba una tisis galopante. Quizá movidos por este encanto, los nominativos (bancos) recuperaron ayer cierto tono.

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