El terror interno
Quizá el terror mayor que pueden ofrecer nuestras emisoras sangrantes está en el tejido de lo cotidiano: de esa zona negra de lo cotidiano sobre la que están construidas nuestras ciudades. Sobre el Drácula que nos tocó ayer -tratado por Morrisey, con actores franco-italianos; una pequeña broma media erótica- vibra todavía la hondura de Pánico en Needle Park, del domingo. Sangre de verdad: la de las agujas de la droga. El título es torpe, por la adaptación. Needle Park es el Parque de la Aguja, y es un sobrenombre que se da en Nueva York - a una zona de droga y prostitución. El peligro: que escasee la droga. Las indudablemente brillantes operaciones de la policía cuando hacen un alijo importante: inmediatamente, la droga falta, las adulteraciones aumentan, la desesperación cunde: y la tendencia al delito, a cualquier delito, crece: para encontrar el dinero suficiente, para sustituirlo por píldoras de farmacia, o por sucedáneos, o porlo que sea: que también sube de precio.La película, con un Al Pacino menos divo que otras veces -su exageración, en todo caso, está absorbida por la angustia del personaje-, no tiene moral: está vista enteramente desde el barrio horroroso, y si alguien saca la consecuencia de que sería mejor la legalización de las drogas de todo tipo, será por su cuenta (yo tengo esa idea desde mucho antes, y la tengo, naturalmente, después; porque el submundo de Madrid, y no sé hasta qué punto es sub, es el mismo). La aparición de la autoridad es mínima; una policía ya acostumbrada a que es todo imposible, con un personaje más bien comprensivo de la desgracia. Como reverso, otro Harry El Sucio en Canal +; desde el primer momento se ve al juez absolviendo, a los culpables y a Clint Eastwood -Harry- matándolos por racimos. Otra conciencia.
Cada uno, sin embargo, deposita el terror donde puede. Para mí, en las últimas Imágenes del rostro del director de escena José Luis Alonso (Ahora, Rosas de otoño, en el Alcázar) en los informativos de ayer: su terror interno era tan grande, que eligió la ventana de su cuarto. No hay sociedad suficientemente acogedora, no hay psiquiatría suficientemente certera, no hay medicinas tan eficaces como para evitar que un hombre sea, de pronto, presa de unas álucinaciones que le hacen preferir la muerte en el momento que esperar la que imagina, aunque no fuese real y que, sin duda, no iba a llegarle ahora.
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