_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Muerte de un tren

Julio Llamazares

Para los españoles de provincias, esto es, los que venimos de alguna de las diversas demarcaciones territoriales que, por no tener aspiraciones autonómicas concretas -o aceptadas- ni ostentar capitalidad ninguna, continúan integrando lo que los sociólogos llaman la España profunda y conservando por ello, pese a los siglos pasados, la condición que provincia tuvo según su etimología (pro vinci: para los vencidos); para los españoles de provincias, digo, regresar de vacaciones a la nuestra significa volver a enfrentarnos a un mundo marginado y moribundo y descubrir qué parte de él han borrado del mapa en el último año o, simplemente, ha desaparecido. En concreto, en la mía, qué pueblo o pueblos han sido sepultados por un nuevo pantano o qué nueva mina o fábrica ha cerrado condenando a las gentes de su entorno a un éxodo forzoso y dejando la provincia todavía más sola y empobrecida.Este verano, en la mía, por primera vez en muchos años, no era un embalse ni una fábrica cerrada la causa de los desvelos de mis antiguos paisanos y convecinos. Acostumbrados ya a ver crecer en torno suyo las grises presas de cemento que han ido sepultando, uno tras otro sus mejores valles de montaña y alguno de sus pueblos más antiguos, desmantelada prácticamente la pobre trama industrial que la provincia tuvo algún día y resignados a asistir sin remisión al cierre progresivo y ya anunciado de sus minas, los leoneses, este verano, se vieron sorprendidos de repente por otra triste noticia: el anuncio del cierre del viejo tren hullero o, en el mejor de los casos (depende, claro está, de los vaivenes políticos), su condena a corto o medio plazo tras su reducción ahora a simple tren de cercanías.

Siempre que un tren se muere, se muere algo en el paisaje y en la memoria de las gentes que lo habitan. Siempre que un tren se muere, se muere algo en el alma de quienes en los trenes aprendimos lo poco o mucho que sabemos de la vida. Pero, en el caso del hullero, en el caso del viejo tren minero que desde hace más de un siglo atraviesa en viaje de ida y vuelta toda la cordillera Cantábrica para llevar hasta los Altos Hornos de Bilbao el carbón de las cuencas leonesa y palentina, no sólo muere un tren, sino que con él muere también de alguna forma una provincia.

El viejo tren hullero, de tantas resonancias literarias y viajeras (baste citar ahora El Transcantábrico, el excelente libro de viaje del leonés Juan Pedro Aparicio), fue proyectado a finales del pasado siglo por el ingeniero vasco Mariano Zuanzavar con el fin de alimentar, como ya he dicho, la entonces floreciente siderurgia vizcaína. La baja calidad de los carbones asturianos y el alto coste del inglés, más caro cada vez a causa de las huelgas y los transportes marítimos, llevaron a una serie de industriales del sector a volver sus miradas hacia los yacimientos de carbón, entonces infraexplotados, que jalonan de Este a Oeste, y hasta el Sil, las montañas leonesa y palentina. Fue así como nació el tren hullero y fue así como empezó su andadura, un día de verano de 1894, tras haber dejado atrás innumerables avatares financieros y políticos. No en vano el tren hullero es, con sus más de 300 kilómetros, el mayor de vía estrecha en toda Europa y no en vano su trazado constituye, a causa de la zona que atraviesa, una de las más fabulosas obras de ingeniería: a lo largo de cinco provincias (León, Palencia, Santander, Burgos y Vizcaya), siempre surcando la cordillera Cantábrica y con desniveles de altitud que van desde los 840 metros de León hasta los 6 de Luchana, ya al borde de la ría bilbaína, pasando por los 1.114 del Cristo del Antiguo, su trazado precisó de centenares de puentes, pasos a nivel, terminales de carga, ramales, apeaderos y túneles.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Durante casi un siglo, el que va entre aquel 11 de agosto de 1894 y ahora mismo, el hullero no ha dejado un solo día de hacer su recorrido llevando a sus espaldas su carga de carbón y forjando a su paso la historia de un país que sin él no sería el mismo. Porque, en los mismos trenes que llevaban el carbón hacia Bilbao, se fueron yendo también, en busca de un trabajo y de otra vida, las gentes que vivían al borde de la vía. Eran años de posguerra y de miseria, y en Sestao, en Portugalete, en Baracaldo, había trabajo bien pagado y para todos sin tener que andar detrás de las ovejas o las vacas todo el día o tener que bajar a dejarse los pulmones en la mina. Y así, el mismo tren que un día les dio vida, paradójicamente, fue dejando poco a poco despobladas las altas tierras frías de León, los páramos de Palencia, las nevadas montañas de Santander y de Burgos. Y así, ahora que las minas ya están muertas y en Bilbao ya n o hay hornos que humeen día y noche contra el cielo del Nervión porque la siderurgia se acabó y porque, después de un siglo, los tiempos han cambiado, en los pueblos de León, de Palencia, de Burgos, de Cantabria, tampoco queda gente que pueda todavía viajar en el hullero y permitir que su mantenimiento siguiera siendo rentable.

Ignoro qué pasará con el hullero finalmente. En un mismo verano, y mientras descansaba en mi provincia, he podido leer en los periódicos locales (el pobre hullero es poca cosa, al parecer, para que se ocupen de él los nacionales) cientos de noticias contradictorias y, como suele suceder en estos casos, las más diversas afirmaciones políticas. Tal vez al pobre hullero lo detengan cualquier día y para siempre. Tal vez aguante un tiempo reconvertido en triste tren de cercanías (ya ves: él, que fue el motor de las industrias vascas y el mayor ferrocarril de Europa en vía estrecha) hasta que la maleza y la carencia de viajeros lo dejen finalmente en vía muerta. En cualquier caso, y si nadie lo remedia, el hullero está ya muerto porque esta tierra está muerta y ya apenas queda nada que se pueda llevar de ella: ni carbón, ni mercancías, ni madera, ni mujeres y hombres que puedan ser aprovechados como mano de obra barata y bien dispuesta.

Por eso decía al principio que, con el tren hullero, al menos para algunos, se muere mucho más que un simple tren. Se muere la vieja historia de los mineros, la de los ferroviarios, la de los emigrantes, la de los campesinos de Castilla y de los altos valles santanderinos y leoneses. Se muere la leyenda del paisaje -su paisaje- y se mueren también un poco más unas provincias que, después de darlo todo para que otras crecieran, mientras éstas circulan en trenes de alta velocidad hacia el futuro, ellas siguen haciéndolo, como el hullero, en trenes de baja velocidad, o de ninguna.

Julio Llamazares es escritor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_