El norte es la otra 'jet-set'
La vida es un milagro. Y a resultas de lo cual, San Sebastián es una tentación educada en colegios de pago. Y en estos tiempos de folgar y pecar, España se divide en dos: los que saben que el champán es champán y que el cava es cava. Sin otra novedad a las claras del día.En la Concha, hoy, como ayer, no hay jet-set, no hay fotógrafos; hay anónimo y más libertad; hay señoritas/guardias de la circulación con un silbato entre los dientes. Hay señoritas a porrillo, mordiendo, chupando silbato.
Autopista adelante. Peaje: el hombre es educado, pide alivio con la mirada: "Aquí, durante ocho horas seguidas se vuelve uno loco, borracho, y todo". ¿Se emborracha sin beber? "Pues ahí está, sin beber nada, nada". Pues ahí van 100 pesetas para un café. "Gracias, hombre".
De camino, un coche con matrícula francesa hace un alto en el arcén; la pareja come manzanas. "¿Quiere probar?". No, gracias. ¿No temen a ETA? "Pues mire, le voy a contar...". Aburrimiento. Ni calor, ni frío, valles legendarios, casitas a un lado, al otro, y casas mal educadas, brutales, de aquellas que trajo como regalo el bestial y fantástico boom económico de los años sesenta.
Bilbao. Los ciudadanos se han ido. Su estilo quedó tendido en los balcones y, la ciudad, apetece. En el restaurante Bermeo, un bacalao viudo recita algo mágico. Bilbao espera su semana grande, loca, taurina. En un descanso de la autopista, dos alemanes comen y beben cerveza caliente, cuatro franceses han dispuesto una mesa y, a comer. Dos jóvenes, mujer y hombre, aprovechan el tiempo, la vida, para los besos. Al cabo de minutos cede su fiebre. Por favor, digan algo con destino a toda la humanidad: sólo sonríen, se miran, miran al inoportuno, se sonrojan.
Ahora el verde está seco, está seca la tierra, hay que denunciar a Dios. La carretera se encoge. Esto es la muerte a cámara lenta. Ahora queda atrás Somorrostro, el culo de Euskadi. Se abre Cantabria. Aparecen las vacas. La carretera es una procesión de Semana Santa asexuada. La autopista se sueña como una posibilidad de muerte radical, libertaria. En el área de servicio Saltacaballos, el bar-restaurante Ponderosa, de bruces al mar, revienta. Vuelta al camino.
En Castro Urdiales, de cabeza al puerto, que es una foto amarilla, que es un roce de dos labios. En el Mesón Marítimo se come suculenta, bárbara, finamente. El amo, o alguien que ejerce de tal: "Aquí sólo comen los españoles; los alemanes, franceses, ingleses, que de todo hay, están en la playa". Aquí tampoco hay jet-set. Andrés, María, Alejandro: ¿No echan de menos el preyslerismo, el chavarrismo, etcétera, que tanto bien procura en otros parajes soleados? "Usted se cachondea de nosotros?". No, no...
El sol castiga el cuerpo y en una calle próxima al puerto el cartel de una finca urbana humilde anuncia: "camas". ¡Qué saludable, una siesta! ¿Podría dormir un rato? El jefe responsable: "pero, bueno...". Le pagaría la habitación; ocurre que el cansancio no es buena cosa para conducir. Bastaría con una hora de reposo. "Pero, bueno, eso es una burla; si con el ruido de los coches no va a pegar el ojo". No importa, es posible masturbarse también. Y hubo que salir de estampida.
Castro quedó atrás. El mar a la derecha, a la izquierda el prefacio de los Picos de Europa. La carreteruca de mierda es un insulto quintomundista. Un pueblo, Liendo, en fila india, a 15 a la hora. Otro pueblo, Colindres, a paso de burra. Hay que denunciar al Gobierno y al infierno. La vergüenza carreteril nacional ha estirado la pata. Nadie levanta el dedo. A los turistas se les ve sufrir. Laredo ya quedó a la derecha. Y ahora se atraviesa Solares, una esperanza: sólo 20 kilómetros hasta Santander. Curvas, contracurvas, gentes del veraneo... Cinco horas de San Sebastián a Santander. Este es otro "caso".
Santander siempre es así: es una pincelada de Murillo en un poema de Gustavo Adolfo Bécquer. Son las seis, las siete, las ocho de la tarde. Santander se baña apiñado, o toma el té o merienda y cotillea en las terrazas del Sardinero, y en las del paseo de Pereda, y en la sublime terraza del Hotel Real, mirando al mar. Aquí, en el bar, ejerce una mujercita que a modo de ángel enviado especial del planeta donde viven los platillos volantes, manda, ordena y da gusto. Y no duda ni pizca cuando se le ruega: por favor, diga su nombre y diga una frase. Se llama Marisa Ortiz. Y la frase es musical por lo menos: "Mirando desde estas ventanas, hemos intentado encontrarnos a nosotros mismos; en alguna ocasión quizá lo hemos conseguido". Y la niña ordena, "que marche un té"... En el Hotel Real hay dos personajes de cinco estrellas de esos del socialismo felipista; las revistas del corazón se los merendarían crudos.
Santander estalla; los italianos este año hablan su música por doquier. "Hay más follón que nunca, porque vienen todos en coche y es que hay más coches"; la tierra se seca, pero aquí, el turismo, no. Santander no sale en Hola. ¡Qué pena...! "Pero aquí tenemos la Universidad de Verano; hoy lo que pasa es que no hay revuelo porque en el programa no vienen figurones". A todas las horas de trabajo Santander es un escaparate de abuelos y de nietas, cuchicheando, descansando, coqueteando, en Pereda, avenida de Reina Victoria, el ilustre Sardinero. Y en el palacio de la península de la Magdalena está la cultura de verano; y frente por frente, la estatua de José del Río, el hombre de las botas, el poeta del mar, ofrece asiento al hombre que quizá buscó en su día, en Atenas, Diógenes el Cínico. Aquí está, despreciando la Magdalena, leyendo los versos del Eclesiástico de la Biblia que muestra a su interlocutor: "Toda mujer que es prostituta / será hollada como estiércol en el camino. / Muchos, alucinados por la belleza de la mujer ajena, se hicieron réprobos, porque su trato quema como el fuego". ¿Quién será este hombre? Santander pasa...
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