Televisión
Al contrario de mucha gente, no tengo nada contra la televisión; me ha salvado la vida varias veces. Me gustan sus concursos, sus películas, sus anuncios, sus tertulias. En las peores épocas de mi vida nunca me ha faltado un sofá desde el que contemplar cómodamente todo el horror que cabe en el interior de esa rara oquedad capaz de producir imágenes. Es, de todos mis electrodomésticos, el único sobre el que tengo alguna autoridad. Los demás hacen su vida. La lavadora, por ejemplo, me devora los calcetines; la nevera se pone a rugir como una moto a las horas más intempestivas de la noche. Hace meses llegué a sentir cierta pasión por el microoridas, sobre todo cuando advertí que era muy útil para secar urgentemente las camisas o las playeras. Preso de esta fiebre secadora, metí un día al gato después de bañarle, para que no se enfriara, e inexplicablemente explotó como un globo. Desde entonces le tengo cierta aprensión.Pero la televisión siempre se ha portado bien conmigo; me conectaba a ella como quien se conecta a una fuente de energía y mis sentidos se embrutecían al instante poniéndome a, cubierto de toda la carga sentimental, existencial y laboral que se anudaba en mi pecho como una bola de angustia. Desde hace algún tiempo, sin embargo, no la veo. Al principio pensé que ya no la necesitaba porque la clase de horror que me venía proporcionando estaba ya dentro de mí. A los niños les gusta jugar con monstruos de plástico que, de súbito, un día abandonan o ceden a sus hermanos mas pequenos. Ya no necesitan ver el monstruo fuera porque lo tienen dentro. Pensé que yo había padecido un proceso semejante. Pero ahora creo que no, que lo que sucede más bien es que el ensanchamiento de la oferta con las televisiones privadas ya no me hace sentirme unido a la colectividad. Si pongo TV- 1, pienso que todos estáis viendo Tele 5; pero si pongo Tele 5, pienso que todos estáis viendo Antena 3, etcétera. Por eso ya no la veo, porque aún no sé en qué canal os habéis refugiado.
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