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Pobres democracias

En el curso de un debate en la TVE, el ex canciller argentino Dante Caputo se preguntó: "¿Son viables las democracias pobres?". Se trata del meollo del problema democrático, sin embargo, casi sistemáticamente eludido en el discurso que, a través de los grandes medios de comunicación, invade el mundo desarrollado desde que se desveló el estrepitoso fracaso del socialismo real.Cargado de razón anticomunista, el discurso democrático elude el análisis de la razón histórica capitalista. Desde el democrático confort de los países industrializados se alienta la democratización de los países pobres, pero se les niegan los medios para llegar al fin del doloroso camino seguido por las grandes democracias. ¿No será que ese discurso aleteante, trata de ocultar el hecho de que el espacio democrático disponible en el actual orden económico internacional está totalmente cubierto, que a los hombres libres les hacen falta esclavos?

Por América Latina se extiende ahora, como una mancha de aceite derramada desde Europa y Estados Unidos, el discurso democrático unido a la propuesta económica liberal. Lo enarbolan outsiders de la política como Mario Vargas Llosa, Alberto Fujimori, Fernando Collor y Violeta Chamorro. También viejos populistas, como Carlos Andrés Pérez y Carlos Menem. Todos venden más de lo mismo: aumentar la ganancia, que luego vendrá el tiempo de la redistribución. Ocurre que la ganancia privada no cesa de aumentar en esos países desde hace muchos años, pero fluye hemorrágicamente en forma de transferencia neta de capitales y de evasión de impuestos y de divisas, mientras los Estados se empobrecen subsidiando la actividad de particulares y pagando altos intereses por deudas que, en la mayor parte de los casos, ha usufructuado el sector privado. ¿Qué es lo que permite pensar que los empresarios de Vargas Llosa o los de Carlos Menem se comportarán de otro modo que el habitual, que esas sociedades exhaustas soportarán más privaciones? Arcano profundo. Respecto a América Latina, la fe revolucionaria ha sido sustituida por la fe en mercados que ya no existen, por la absurda confianza en que los lobos darán (de comer a las ovejas, por la de la libertad como concepto abstracto.

Pero el terreno en el que las libertades deberían consolidarse está constituido por Estados en bancarrota, sociedades escindidas, masas hambrientas y analfabetas en constante aumento, elites corrompidas, ejércitos criminales, mafias financieras y burocráticas, narcotraficantes, grupos de terroristas y de revolución arios armados. Con variantes, la característica general de esas naciones es la tendencia a la desintegración. Fue el liberalismo democrático el que las cimentó desde su independencia de España, y fue la crisis liberal de los años treinta la que inició su decadencia actual. En el presente latinoamericano, democracia y liberalismo parecen conformar una antinomia: el único país de economía liberal sana es el Chile que ha dejado Pinochet.

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Pensadores como Octavio Paz se esfuerzan, hurgando enel fondo de la historia latinoamericana, por justificar su apoyo al liberalismo sajón aportando la evidencia de que Latinoamérica sufre aún de la herencia cultural e institucional del absolutismo español (véase EL PAÍS, 7 de abril de 1990). Proponen revoluciones burguesas (o, para usar su terminología, "sociales y culturales") pero se resisten a analizar los requisitos de las revoluciones democráticas conocidas, las de los países industrializados: ruptura violenta con el absolutismo, reforma agraria burguesa, acumulación originaria de capital basada en décadas de explotación y fuerte usufructo de la renta colonial, a lo largo de un proceso de guerras civiles, coloniales y mundiales.

Recomiendan la democracia política y el liberalismo económico. Con razón histórica, consideran ambos términos in-' separables, pero no la forma en que éstos se han ido separando en el curso de la historia. Por ejemplo, el papel que le asignan al Estado democrático latinoamericano ideal no se corresponde con el papel del Estado en las democracias reales. Confunden el liberalismo decimonónico con la economía social de mercado de hoy, en la que los Estados no sólo son decisivos, sino que tienden a serlo cada vez más, y a veces, como en el caso de la Comunidad Europea, a articularse en un gran Estado supranacional. En lo político no atinan a explícar cómo ejercer la democracia en regímenes democráticos criminalizados. Los más de 1.000 muertos de la Unión Patriótica colombiana, los muertos anónimos de la política mexicana o los de la represión durante el caracazo parecen no contar.

La casi inmediata irrepresentatividad de los Gobiernos liberales después de las elecciones (por tanto, su inviabilidad en un contexto caótico) es otro tema fuera de consideración. ¿Las grandes huelgas nacionales o los violentos conflictos sociales consecutivos a las políticas de choque liberales no representan acaso una prueba de que la realidad social discurre paralela a la política? Se trata sin duda de una forma de esquizofrenia que no invalida la democracia como sistema, pero sí los intentos democráticos que, a falta de una profunda reforma estructural, se revelan pronto como cosméticos y, por tanto, sumamente frágiles.

Algunos sostienen la propuesta liberal con una mezcla de buena voluntad e ingenuidad política; otros, con el oportunismo caudillesco tradicional. Nadie ofrece mejor destino que el de una efimera esperanza. El actual orden económico internacional y el desorden interno de los países latinoamericanos favorecen la huida de los excedentes locales, pero aun si esto no ocurriera, no serían suficientes para el desarrollo, porque la deuda externa los absorbe, el retraso tecnológico es insuperable, la producción industrial no es competitiva, no quedan casi mercados solventes y no existe el plus colonial. Puesto que no es posible imaginar -ni desear- cómo podrían los países latinoamericanos obtener una renta equivalente a la colonial para su propio desarrallo, es el mundo industrializado el que debería contribuir a la canalización de recursos hacia esos países, comenzando por invertir el flujo actual. La democracia, el orden y la eficacia en cada uno de ellos son ciertamente requisitos, pero imposibles de cumplir en las condiciones actuales. La fórmula no puede ser entonces el esquemátismo liberal en boga: compresión del consumo interno, aumento de la rentabilidad empresarial, pago de la deuda externa.

Las grandes masas marginadas latinoamericanas, en constante aumento, simplemente no dan más de sí. Para decenas de millones de personas, el tiempo que requeriría la acumulación Eberal es más largo que el de su propia y miserable vida. La mentalidad de esclavos que permitió el dominio colonia] ha desaparecido, y en el mundo ya no hay casi posibilidades para economías de sobrevivencia. De ahí las explosiones de desesperación urbana, como en Caracas y Rosario, o los fenómenos de mesianismo rural, como Sendero Luminoso en el Perú. El terrorismo es inherente al sistema, por eso no encuentra remedio y empeora. En la lucha contra el narcotráfico, el liberalismo viola todas sus reglas, tanto las de las libertades individuales como las del mercado. Pretender acabar con el problema mediante métodos policíales y desparramando pesticidas sobre los sembradíos del Tercer Mundo, mientras aumentan el consumo e incluso la producción en los países centrales, es de un cretinismo supremo.

Todos estos problemas son complejísimos, y nadie tiene una solución abarcadora. La gravedad de la situación apela a un análisis más profundo y a trabajar por un nuevo orden económico, en el que la mejor tradición liberal desempeñaría un papel importante. Pero pobres las democracias si el mundo no las deja salir de pobres.

Carlos Gabetta es periodista y ensayísta argentino.

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