Distancias
Una vez a la semana, mi compañero de mesa se pasa el día en Madrid, y eso se nota. Nos hemos acostumbrado a compartir cenicero y a buscar la frase en los ojos del otro como si fuéramos músicos de jazz o virtuosos del mus, y el día que no está parece como si el teléfono sólo sonara, para él. Atiendo sus llamadas con unción de chambelán, y al otro lado del hilo siempre se destila una impaciencia inquisidora: "¿Cuándo podré encontrarle?", suplican. Y yo, crisálida de robot por unas horas, dicto lentamente las cifras del teléfono ocasional de mi colega. "Pero, oiga", exclaman, "este número es de, Madrid, ¿verdad?". Lo es, en efecto. Vacilan un instante y la urgencia se diluye en las excusas. Por su tono queda claro que no están dispuestos a repetir el brevísimo giro del dial. Volverán a llamar mañana, cuando el ausente vuelva a estar aquí y forme parte del paisaje telefónico. Bastaría un gesto cotidiano para hablar con él, pero le intuyen demasiado lejos, como si las palabras pudieran deshilacharse a fuerza de arrastrarse por el cable. Por más distancias que acorte la tecnología, siempre persistirá en lo más profundo del hombre el temor a traspasar los límites tangibles de la propia finca.De nada sirve proyectar trazados de trenes velocísimos o perfeccionar pantallas interactivas si a la hora de la comunicación perviven esas atávicas distancias de la mente. A finales del milenio continuamos amando únicamente aquello que vemos y tocamos, como si los sentidos más primarios fueran el único salvavidas seguro entre el oleaje de las ideas y del conocimiento. Finalmente hemos llegado a creer que la Tierra era más esfera que plato, pero continuamos convencidos de que Francia es el extranjero, que Chernobil es cosa de los rusos y que los bosques del Amazonas son otro mundo. Los aparatos van mucho más deprisa que los ojos. Empezamos a arañar el universo, pero algo nos retiene en la aldea mental de los orígenes.
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