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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Árbitros

LA SUCESIóN de conflictos en el fútbol español revela su incapacidad para conducirse con sensatez, sus tendencias tabernarias y la supremacía de los personajes laterales -directivos, entrenadores-que-van-con-la-verdad-por-delante, comentaristas superlativos- sobre los únicos héroes genuinos del espectáculo, los futbolistas. La jerarquía de valores en nuestro deporte más popular se establece ahora por vía histérica. El estrepitoso embrollo arbitral ofrece todos los síntomas del desorden esquizoide que afecta al fútbol.La naturaleza de este juego reserva al árbitro un papel decisivo y a la vez discreto. Su carácter esencial está determinado por el papel de juez que le atribuye el reglamento. El juez, símbolo de la civilidad de las sociedades humanas, es aquella instancia que permite, mediante una decisión única e inapelable, zanjar pacíficamente las disputas potenciales, evitando así que se desate el mecanismo recurrente de la venganza privada. En el caso del fútbol, su tarea consiste en aplicar unas pocas reglas sencillas e interpretar algunas acciones que se producen en la cancha. Sin su presencia, el juego no existiría o quedaría sumido en un estado caótico. Humano como es, el árbitro puede equivocarse. Sin embargo, conviene no debilitar su posición, aunque sólo sea por un sentimiento egoísta de defensa del espectáculo futbolístico.

Los británicos consideran desde siempre que la fijación obsesiva sobre las decisiones de los árbitros genera efectos indeseables: se le toma como excusa para las derrotas, las sospechas y las agresiones y, desafiando el orden natural de valores, se le entroniza como protagonista principal del juego. En el país que inventó el fútbol, a los alevines se les instruye en la máxima que predica que "el árbitro siempre tiene razón, aunque se equivoque". Esta educación futbolística ha convertido a los colegiados británicos en un elemento discreto, y esencial siempre, del espectáculo. En la Prensa, su nombre apenas merece una referencia de cortesía bajo la ficha del partido. Este carácter social secundario no rebaja, sin embargo, su grado de autoridad. Ello hace posible la paradoja de que incluso cuando la pasión en los graderíos es máxima, el juego se rige en la cancha por el respeto al delicado trabajo del árbitro.

El fútbol español reserva a sus jueces un papel estruendoso. Quizá no puede esperarse otra cosa de una cultura futbolística que coloca prioritariamente a los presidentes, los entrenadores, los charlatanes de feria o cualquier otro prescindible personaje lateral del espectáculo por encima del futbolista, convertido ahora en un elemento de tercer orden. Las dos últimas semanas han reforzado esta idea peregrina del fútbol. Todos los aspectos más nobles del crucial partido Real Madrid-Atlético de Madrid, o el importante Barcelona-Sevilla, es decir, el juego y los jugadores, quedaron sepultados, reducidos a un estado miserable, por la inútil trascendencia de las declaraciones cuarteleras de cualquier tuercebotas, y por las desproporcionadas cotas de repercusión pública que alcanzan en estos días las decisiones arbitrales.

La responsabilidad de los medios de comunicación en esta confusión es notoria. La voluntad de permanecer al margen de la trifulca y el garito no basta ya para conseguirlo. Hay especialistas en crear ambiente -esa cosa que así llaman- a costa de lo que sea, y ¡ay de quien se resista! No faltan predicadores que, estando al plato y a las tajadas, dedican idéntico afán a exacerbar los ánimos antes y a pontificar después sobre los indeseables efectos de las pasiones desatadas. Los problemas arbitrales existen y deben atajarse con rapidez. No se puede permitir un, sistema que vive más del capricho que del rigor y se rige por el temor y la fidelidad interesada a un reducido núcleo de dirigentes. Pero tampoco es de recibo convertir a estos personajes en los reyes de la fiesta. Ocurre finalmente que los pecados de vanidad de los árbitros acaban por reflejarse en las canchas como método para alcanzar la trascendencia pública y la intervención descacharrante en un espectáculo que, en principio, sólo exige de ellos honradez, discreción y buena vista.

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