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Tribuna
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La sujeción de la mujer, ¿un arcaísmo?

La emancipación de la mujer implica la ruptura con el esquema cultural de feminidad tradicional y la búsqueda de nuevas pautas de comportamiento y de nuevas formas de relación con los hombres, según el autor, para el que la peor política que puede llevarse a cabo es olvidar el problema y dejar de hablar del asunto, ya que eso contribuye a ratificarla como algo socialmente admisible.

Cuando John Stuart Mill afirmaba que la desigualdad entre los sexos no tenía otro fundamento que la ley del más fuerte, se refería probablemente a que la situación tradicional de la mujer se apoya en el mismo sentido de posesión que dio origen a la esclavitud en la era infantil de nuestra especie, magistralmente descrito por Ernst Jünger en Jardines y carreteras: "Este ser humano me pertenece a mí, es propiedad mía, es posesión mía segura y completa; ¡cómo me gusta jugar con él!". Para Jünger, ésa es una de las más hondas relaciones posibles, junto a la complementaria de pertenencia, que llevaba al esclavo en tiempos de Herodoto a afirmar con plenitud: "Yo soy esclavo tuyo".Han transcurrido 120 años desde las afirmaciones de Mill, y 50 desde las de Jünger, y ciertamente muchas cosas han cambiado, aunque no tanto como para justificar las recientes declaraciones de Isabel Tocino, según las cuales todo esto está pasado de moda: "...los movimientos de mujeres para conseguir la igualdad de derechos en este momento en que estamos ya plenamente integradas no tienen fundamento".

La vicepresidenta del Partido Popular no debería dejarse llevar hacia generalizaciones fáciles basadas en circunstancias particulares. Para evitarlo, le convendría echar una ojeada a las estadísticas sobre la situación de la mujer en el mercado de trabajo español. O si no, para facilitarle la tarea yo mismo, le enviaré el número 6 de la Revista de Economía y Sociología del Trabajo, en el que he recogido los datos más relevantes y reflexionado sobre las políticas a seguir.

En lugar de la aridez de las estadísticas, para la comunicación plástica de las situaciones más vale buscar lecturas apropiadas. Yo me permitiría recomendarle modestamente las Memorias del condado de Hecate, de Edmundo Wilson, libro en el que este gran observador crítico presenta una serie de cuadros que proporcionan una buena taxonomía de la problemática de la integración social de la mujer en la Norteamérica de entreguerras, particularmente durante la depresión, verdadero laboratorio de la evolución social de este siglo.

El tipo de mujer y de relación intersexos de la pareja con doble carrera profesional, estudios superiores y altos niveles de ingresos, asentada además sobre una moral especialmente favorable para la emancipación femenina, se encuentra representado en la obra por Ellen Terhune, la compositora que "...se había casado con un hombre algo más joven que ella, el director de orquesta Sigismund Soblianski. Él había admirado sinceramente las aptitudes de su esposa y había hecho quizá más que nadie para que Ellen crease su obra, había asimismo respetado profundamente su carácter como sólo el judío matriarcal sabe respetar la austeridad de una mujer firmemente asentada sobre una base moral propia".

Existía también en el mundo profesional de la depresión el tipo de chica libre de ataduras, que en ocasiones podía resultar muy funcional, dado que el hombre de la época tiende a confundir la autonomía económica con la ausencia de necesidades afectivas: "No era el tipo de chica que te molestaba; no eran mujeres por las que hubiera que preocuparse, pues eran económicamente autónomas, deseaban ser independientes y, de cualquier modo, no eran el tipo de chica con el que uno se casa".

Pautas de comportamiento

Y es que la emancipación de la mujer implica la ruptura con el esquema cultural de feminidad tradicional y la búsqueda de nuevas pautas de comportamiento y de nuevas formas de relación con los hombres. En la América de los tiempos de la depresión, Edmund Wilson describe la exploración de esas nuevas formas, contrastando la actitud de Ellen Terhune -por entonces, cuarentona- con la de las jóvenes profesionales que pasaron por la universidad al término de la primera Gran Guerra: "La misma franqueza y el reto a los hombres que las jóvenes de su generación habían cultivado al emprender carreras profesionales caracterizaban su condición de mujer más intrínsecamente de lo que hacía el papel sexualmente neutro de la muchacha de negocios o la compañera de abogacía que desempeñaron las mujeres de mi generación".

Este tipo de exploración de una nueva feminidad no siempre resulta plenamente compatible, y a veces entra en conflicto con el ideal femenino de los jóvenes de la misma generación. Para Wilson, en aquella época, el ideal se había fraguado en las imágenes de las revistas de la infancia y consistía en algo "atractivo y pícaro, pero casto..., con ojos profundos que, aunque seguían siendo ojos de camaradería franca y cordial, podían imaginarse llenos de pasión".

El ideal de mujer norteamericana de los tiempos de la depresión dice encontrarlo el narrador de las Memorias del condado de Hecate en Imogen Loomis, la mujer de un gran agente publicitario. La descripción del encuentro y el tipo de relación hombre-mujer que resulta del mismo es verdaderamente paradigmática: "Por fin, yo había conocido, a través de Imogen, la posibilidad de la compañera perfecta, de dos personas indivisibles que podían pasar sus vidas enteras como una sola, admirándose y comprendiéndose y ayudándose y cuidándose recíprocamente...: había conocido, de hecho, la posibilidad de todo lo que había significado en otros tiempos la palabra amor".

Pero la propia Imogen rechaza el papel que le tocaría cumplir en ese cuadro idílico, que a su modo de ver había sido reflejado perfectamente en las pinturas de Renoir, con imágenes impecables de mujeres que se casan, se convierten en madres y se funden en la vida familiar. El narrador, por su parte, sostiene la idea de que en realidad la identidad de la mujer se halla precisamente en esa disolución en los hijos y en la familia, aunque a veces le asalte la duda acerca de si eso no supondrá encerrar un alma grande en un destino pequeño.

Destinos tan pequeños como el de la mujer de Billy, un periodista bien pagado, que es descrita como "una linda rubita, una esposa de periodista perfectamente válida", o el de la mujer de Warren, un editor de éxito, "...que era hija de un profesor de física y... siempre había mantenido su papel de esposa de un miembro del profesorado...".

Frente a estas situaciones típicas de la clase media y profesional, el Nueva York de la depresión cuenta también con Ana, la obrera hija de emigrantes rusos. Con inspiración anclada en el marxismo académico, el narrador exclama: "El mundo de Ana era el mundo real, la base sobre la cual se apoyaba todo: ella era la trabajadora que daba cuanto podía dar y que recibía por ello el mínimo que podía permitirle sobrevivir".

En la narración va apareciendo todo el retablo de discriminaciones que encuentra la mujer para entrar en el mundo del trabajo y, una vez dentro de él, el confinamiento a las industrias y a los puestos estigmatizados como femeninos, peor pagados, con menores posibilidades de promoción y más inestables que los de los hombres. Por no hablar de la superposición de esas formas de discriminación con el acoso sexual o la duplicación de tareas laborales y domésticas, que aparece con profusión. Pero cuando el narrador trata de embarcar a la chica en la aventura revolucionaria como solución a sus problemas, su respuesta no resulta entusiasta: "Ana no se esforzaba por corresponder, ni siquiera se prestaba conscientemente a mi visión de ella como víctima del sistema económico..., así que pronto empecé a sentirme falso y estúpido...; introducir en la situación a la fuerza la concepción del proletariado marxista era ser culpable, no sólo de mal gusto, sino de violencia contra todo lo que de bueno había entre nosotros. Me sentí yo también embarazado... y abandoné el tema y le serví más cerveza".

Emancipación de la mujer

No parecen necesarias muchas citas adicionales para completar el cuadro, que refleja los problemas que encuentra la emancipación de la mujer.

Isabel Tocino cree que no es necesaria una política específica para enfrentar el problema. Parece pensar que la situación relativamente favorable en que se encuentran las mujeres de clase media y alta con estudios en el mundo del trabajo demuestra que lo fundamental de la integración ya está logrado y que ése es el camino a seguir.

Es cierto que la elevación de la tasa de actividad femenina supone un gran avance, y ello no sólo por las consecuencias beneficiosas para las mujeres que participan, sino también porque al hilo de ese proceso la sociedad comienza también a valorar la extraordinaria relevancia de las tareas de organización de la vida doméstica, que, sin embargo, cuentan con una muy escasa valoración económica, dada la abundancia de oferta de fuerza de trabajo para esas tareas. Surge así un mayor aprecio por estas actividades y la conveniencia de plantear políticas sociales para la mejora de la calidad de vida de las personas que se dedican a ellas, lo que puede repercutir además en un mayor grado de corresponsabilidad entre los sexos.

Históricamente hablando, el cupo de mujeres activas lo han determinado, sin embargo, hasta época muy reciente, las necesidades de fuerza de trabajo en la economía. Esta situación está cambiando en los últimos años, pero no tanto como para que no sea conveniente plantear estrategias que permitan reforzar el papel y las posibilidades de integración en pie de igualdad de la mujer en la vida económica, aprovechando al máximo o reforzando las capacidades desarrolladas previamente por cada mujer y supliendo sus carencias mediante la formación profesional. La nueva economía descentralizada y el importante papel que en el futuro de la economía de los servicios está llamada a desempeñar la unidad de tipo doméstico permiten diseñar estrategias tan idóneas como las que explican el extraordinario resurgir económico de la región de Emilia-Romagna en Italia, con la mujer como gran protagonista empresarial.

Y por lo que se refiere a las mujeres que mantienen una presencia activa en el mercado de trabajo, la necesidad de políticas compensatorias que hagan frente a la discriminación resulta evidente, por mucho que durante los últimos años se hayan empezado a corregir los problemas más gruesos de segregación, a través de la aprobación de legislación antidiscriminatoria. Pero ¿basta con legislar para conseguir la equiparación? ¿No son necesarias políticas positivas en el ámbito laboral, educativo, cultural y en el de la política familiar?

La discriminación salarial, por ejemplo, se ha mantenido prácticamente constante en España entre 1970 y 1988, en torno al 20% del salario masculino. Tal situación, en una etapa de fuerte oferta de trabajo femenino en el mercado, puede significar, sin embargo, que el salario femenino está resistiendo bien la presión del mercado, pero los fenómenos discriminatorios aparecen en todas las estadísticas disponibles. El problema ha sido recientemente ratificado judicialmente en el caso de Jaeger Ibérica.

En cualquier caso, estoy seguro de que la peor política consiste en olvidar el problema y dejar de hablar del asunto, ya que eso implica conformidad con la situación existente y tal actitud contribuye a ratificarla como algo socialmente admisible.

ç es secretario general de Empleo y Relaciones Laborales del Ministerio de Trabajo.

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