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¿Para qué sirven los libros? Una cuestión para este fin de siglo cargado de finales. Pues da la impresión de que se estuviera T)reparando la gran hoguera purificadora en donde arderán muchos nombres e ideas. Desde esta tribuna pública de EL PAIS -otrora vanguardia quisiera denunciar que nos estamos pasando con tantos acabamientos; que la intelectualidad comienza a acomodarse en una mentalidad de epígonos de la que nada cabe esperar; que posmodernidad es, en ese sentido, la cortina de humo que envuelve lo que no se deja ver: un profundo desaliento cultural, un narcótico tedio improductivo, una máscara del nihilismo y, sobre todo, un profundo hastío.Desde que se puso de moda la muerte de Dios, el rebaño de los que se dedican profesionalmente a pensar se ha entregado por mimetismo a la caza, captura y muerte de la modernidad.- ¡al mono, que es de goma! Pero aquella muerte y acontecimiento futuro no nos señalaba una poltrona, sino una nueva responsabilidad. Todo lo contrario a lo que hoy se vende en el mercado delfinal de la filosofía: el ocaso de la razón, el fracaso del pensamiento, el final de la escritura, la muerte del sujeto, la extremaunción de la metafisica, el final de la historia y, sobre todo, el fracaso de la revolución.

Poco a poco, nuestros alumnos quedarán suficientemente documentados en la muerte y enterramiento de la filosofia: eruditos en acabamientos, postrimerías, y especialistas de un nuevo nirvana. ¿Habrá sido el bicentenario de Schopenhauer el disparo de salida para asumir en los certámenes florales el papel de funcionarios del holocausto final? ¿Tendrá que crear el ministro Solana cátedras especializadas en la conciencia de la muerte del pensamiento e institutos dedicados al fracaso de la cultura?

Y en la contestación que demos a la pregunta del inicio estamos obligados a afilar nuestras armas con lo más original que culturalmente poseemos: nuestras lecturas, es decir, los libros que un buen día otros individuos -sin que nadie les obligara- se atrevieron a escribir impelidos... ¿por qué? Indudablemente, por alguna fuerza extraordinaria que les obliga a enfrentarse con un número considerable de cuartillas, dejar otras cosas más amables, estropearse las cervicales y la vista (pues para escribir hay que leer), amén de otros imperativos menos idealistas, ya que nada sería capaz de movernos a escribir sin una cierta dosis de vanidad. Fuerza y calvario de los que, ¿inconscientemente?, apartamos a nuestros alumnos desde nuestra propia renuncia. Ahí radica el problema, al menos en parte, del fantasma que hoy recorre nuestras aulas. En verdad, ¿cómo se puede explicar algo desde este profundo escepticismo?, ¿cómo intentar transmitir desde unc- programas ahítos de cadáveres y defunciones esa fuerza y vanidad generosa del pensador-escritor si nuestra atalaya de pensamiento se agota en comprobar la inutilidad de la lucha anterior?

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Pero a quienes estamos hasta las narices de tanta impostura y tanto yuppismofilosófico aún debe cabernos la esperanza de dirigir la atención hacia la inescamoteable zozobra del escritor frente al vacío de los fblios y la enigmática realidad de una vida continuamente traspasada por su propia persona. Con lo que no tenemos más remedio que volver a interpretar; de nuevo hemos de leer lo que estaba aparenternente leído; otra vez tendremos que escribir lo que parecía dicho de una vez por todas. También frente al nuevo dogma del fracaso del pensamiento nos sentimos con alegres ganas de volver al viejo Platón, de releer a Kant, de reconquistar a Cernuda, de comenzar, ¡otra vez!, con el Quijote y de descubrir tantos y, tantos autores que desde la penumbra de esta biblioteca universal nos reclaman insistentemente.

¿Cómo no nos agota la náusea de esta repetición? ¿Cómo nos atrevemos, con qué cara nos ponernos otra vez a escribir-leer tras haber comprobadohasta la saciedad la insoslayable realidad del mal que es el mundo? Ha tenido que ser un poeta quien nos aclare esta duda; pues el problema no es, como entendió Adorno, cómo pensar-cantar-pdetizar después de Auschwitz, sino, como señala José Ángel Valente: "Y después de Auschwitz / y después de Hiroshima, cómo no escribir". Es la misma problematicidad cotidiana de la vida la que al autor le obligará a ponerse a escribir. Y es este acto de valor, este no escurrir el bulto, lo que transforma al esc ritor en -para decirlo con Nietzsche- "batalla y campo de batalla". Como el hombre y la vida misma; sólo que hay que contarlo y explicarlo. En ello se nos va la vida y los libros...

Tarea eterna como la del eterno retorno o "poema incesante", que dijera Borges. Puesto que hemos osado inventar la escritura estamos condenados a leer y volver a leer. La roca de Sísifo se ha transformado en un libro, y por su ateo amor a la vida está obligado a reinterpretar eternamente. Pero entre dejar el libro y volverlo a coger ocurre algo; ya no es el mismo hombre de siempre. Frente al aparente sinsentido de esta eterna tarea emerge, podemos re-leer con A. Camus, la conciencia del individuo que lee y escribe eternamente. Este escritor/lector inagotable, artista del verbo y creador de palabras, descubre el infinito que subyace a la propia escritura; como el de la propia vida opaca de unos hombres que intentan narrarselo que les resulta casi siempre inexplicable.

Por eso esta historia interminable que todos vamos escribiendo en el libro de nuestra propia piel no carece de sentido. El eterno esfuerzo creador de la cultura frente al nihilismo actual del ya no puedo más está conectado a la propia vida que no cesa. Porque a lo que realmente está condenado el animal que escribe es a desatornillar eternamente lo pensado y escrito. Lo contrario de esta vitalidad es la malsana entropía del acomodo cultural; de ahí que, ahora que acaba este curso académico, se me vienen aquellas clases del profesor Domingo Blanco en las que llegaba realmente a enfadarse para que entendiéramos, frente a ciertos cortocircuitos, que lo inacabable de la filosoría tenía que ver con lo inagotable de la propia literatura: una lucha constante, decía, contra la "entropía del pensamiento", que degrada lo establecido a tópico. Por esta misma razón, Paul Ricoeur contestaba a propósito de la labor del escritor diciendo que era el heraldo de nuestra lucha contra la llentropía del lenguaje".

Luego volveremos a leer. Ninguna lectura clausurará. nuestra voluntad de leer. Ningún comentarista, ningún best seller, ni siquiera la muerte del sujeto nos detendrán. Hay algo en todo esto de pasión: nómadas del texto siempre incierto de la vida. Qué razón tiene nuestra Carmiña cuando escribe que estamos en el cuento de nunca acabar.

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