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Acto de contrición

Que el preso es como uno de nosotros; eso es lo que se revelaría si le dejáramos hablar más a menudo. Tan sólo el miedo a verificarlo nos prohibe darles la palabra. No tanto el temor a la infección, como un miedo inconfesado a descubrir que no son todo lo malos como los necesitamos, a fin de encuadrarnos sin más entre los buenos. Un profundo miedo, en quienes plácidamente vivimos fuera de las rejas, a contemplar en los horrores de la cárcel el fiel trasunto de nuestra propia existencia. Pues sólo somos inocentes a condición de que ellos sean culpables. Sólo porque proclamamos haber concentrado toda la basura en el estercolero de la prisión, nos hacemos la ilusión de nuestra pureza. Pero cuando al fin suena una voz como la de Félix Novales (ex militante de los GRAPO y preso desde hace 10 años) en El tazón de hierro, aquellas interesadas certezas se tambalean.Cuesta trabajo imaginar cómo de los abismos carcelarios haya podido brotar tanta luz. El sistema penitenciario parece cumplir mejor un oculto designio de embrutecer al delincuente que el declarado de rehabilitarlo. Paradójicamente, la brutalidad ha hecho madurar en este caso la delicadeza y lucidez de conciencia. Una delicadeza que no perderá jamás el aliento de la compasión igual hacia los compañeros de cautiverio que hacia sus guardianes. Una lucidez que osará fustigar, desde luego, la perversión moral que le llevó a presidio, pero con idéntico vigor la perversión institucional del presidio mismo. Al fin y al cabo, nuestro hombre ha experimentado en carne propia que las últimas raíces del Estado se hunden en el anonimato y en el secreto de sus brazos ejecutores. Y sabe por ello que la primera inversión del poder empieza por dar publicidad a lo que debe ser público, por atreverse a nombrar...

Quien se aventure en estas nuevas memorias del subsuelo, a poco que conserve entrañas humanas, no podrá por menos de estremecerse. Por ellas verá asomar -y en clave autobiográfica- otra historia que no suele contar la Historia, unos acontecimientos siempre relegados a la penumbra del escaparate democrático: la penuria de la condición obrera, el despertar juvenil del impulso revolucionario, la saña de la represión policial, la fría comisión de los atentados terroristas, las torturas de comisaría, la degeneración presidiaria, los tormentos de las huelgas de hambre, la degradación psíquica y moral de los propios camaradas de comuna... Luego, cuando tras haber devorado el relato el lector se quede a solas consigo mismo, habrá de preguntarse por la suerte merecida por nuestro protagonista y los que hayan atravesado peripecias parecidas. Y entonces, si es noble, será el momento de dejarse invadir por algunas meditaciones inevitables.

Sea la primera la de la piedad. ¿Quién dijo que fuera ésta virtud de débiles? Pasión de fuertes, habrá que replicar, y prueba de fortaleza en quien es capaz de traspasar la estrechez de sus propias miras y derechos para acoger los motivos o las súplicas del otro. La piedad honra a quien la ejerce sin humillar a quien la solicita. No es tampoco la piedad, una concesión graciable, un añadido exterior a la justicia; es que sin aquélla a duras penas podría darse ésta. Hacer recaer sobre el reo todo el peso de la ley, como se dice, sería tan injusto como declararlo impune. Pues mientras el indispensable instinto de conservación de toda sociedad toma cuerpo en su legalidad (en su Código Penal, al fin), la piedad que debe moderar los excesos del afán de supervivencia se expresa en su humanidad, en la clemencia para con sus propios adversarios. Aunque sólo fuera porque ningún poder, por legítimo que se crea, podrá nunca librarse de la sospecha de haber alimentado la exasperación de quien le combate.

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La función declarada del castigo es restablecer el orden alterado. Su función subrepticia, mal que nos pese, consiste además en ofrecer cauce a la indignación moral de los que farisaicamente rechazan cualquier parte en el mal colectivo para descargarlo por entero en el condenado. La piedad apunta precisamente a eliminar esta división social y moral entre inocentes y culpables. No es bueno que paguen justos por pecadores; pero nada debe impedir, desde nuestra propia inmersión en el pecado social general, mostrarnos magnánimos con quienes son sus primeras víctimas. Calibren, pues, los justicieros oponentes de la piedad la justeza de estas palabras de Sánchez Ferlosio: "Grave ignorancia es creer que puede desacreditarse y reprimirse la piedad hacia los reos sin desacreditar y reprimirse a la vez toda piedad. Quien honra el vigor y menosprecia la misericordia no sólo afila los dientes de los ofendidos, sino también los de los ofensores". Y de medirnos todos por la escueta vara de la justicia, como en la ciudad bíblica, ¿cuántos justos se hallarían en la nuestra que pudieran escapar a sus iras?

Malos vientos soplan, en pleno rebrote del terrorismo, para el ejercicio público de la piedad. Mas si esta virtud a nadie excluye de sus favores, menos aún a quien da sobradas muestras de arrepentimiento: he aquí otro motivo, y bien candente por cierto, para la reflexión civil. Pues es el caso que el mero enunciado de este afecto parece despertar hoy una suspicacia generalizada. Arrepentimiento vendría a evocar para muchos una cierta flaqueza de ánimo en su sujeto, cuando no un cómodo despegarse de su mala vida pasada. Su versión judicial tampoco suscita mayores simpatías. El ciudadano común, obseso de su seguridad personal y educado en el resentimiento, recelará por fuerza del delincuente que dice (y se entenderá simula) arrepentirse. Faltos de la suficiente generosidad, los titulares del poder parecen tentados a especular con su perdón en el mercado político. Y hasta los mismos que saldrían favorecidos por los beneficios penales de su arrepentimiento habrán de temer el manoseo político que, a buen seguro, tirios y troyanos harán de su decisión. Entre nosotros, sobre todo, la mirada malévola que el abertzalismo radical vasco lanza hacia toda iniciativa privada o pública de reinserción de sus presos ha acabado por hacer de todo arrepentido sinónimo de entregado o traidor. A sus ojos, el arrepentimiento del terrorista equivaldría a una vergonzante

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Acto de contrición

Viene de la página anteriorconfesión de derrota, a la domesticación final del insumiso, al triunfo del gran enemigo.

Así es como, unos y otros, dictan ahora contra el reo una sentencia más terrible que la que el juez pronunció en su día: la condena a ser para siempre lo que una vez se fue, a confundirse sin fisuras con su ayer, a permanecer como invariable sujeto de sus actos más repudiados. Pero en esta nueva vista el acusado encuentra en el Estado menores resistencias para volver a ser ciudadano que en su facción para dejar de ser militante. Convertido en símbolo forzoso de otros, en estandarte de causas ajenas, en prisionero de los suyos a la vez que del Estado, el arrepentido ve que ni siquiera su arrepentimiento le pertenece. No hay entrada en religión tan exigente ni pacto de sangre tan feroz. Porque en un tiempo la organización bajo cuyas banderas militó fue dueña de su pasado, se arroga el derecho de apoderarse de su presente y su futuro. Como hay un presumible provecho para el Gobierno en la política de reinserción, los fieros fiscales impiden de raíz el beneficio seguro para los reinsertos y la comunidad a la que regresan. Al vetar la anhelada reconciliación con sus conciudadanos, impiden la propia reconciliación del arrepentido consigo mismo. Ésta es, en verdad, la máxima pena: la reclusión perpetua de las posibilidades del penado. Todo vale para asegurar la pervivencia de la secta; haya o no causa digna que defender, haya o no suficientes militantes que la sustenten.

¿Y si el arrepentimiento del que hablamos, lejos de ser fruto de la rendición, requiriese del ex terrorista mayores dosis de coraje que las que le llevaron a emprender la senda de las armas? Admitir la propia falta -y más si es públicamente- resulta siempre costoso; en determinadas circunstancias, desde una celda penitenciaria, se diría que casi sobrehumano. Por pura economía vital, todo recluso está obligado a proclamar su inocencia, así como el acierto de los motivos que le condujeron a presidio y la maldad de la sociedad que le encerró; los atropellos carcelarios de que ahora suele ser objeto contribuirán a reforzar su convicción y sus ansias de venganza. El preso arrepentido, en cambio, sufre excepcionalmente una doble pena, la impuesta por el tribunal y la que le procura cada día su memoria. Sólo a él le quedan aún restos morales para añadir, a la inmensa desdicha de su privación de libertad, el reconocimiento atormentador de su culpa. Y ello porque ha percibido que en tan desgarrador reconocimiento está en juego su más propia y honda liberación: no la de las cadenas presentes, sino la de su odio pretérito.

Tal es el caso de nuestro protagonsita y, cabe suponer, el de otros como él. Están ciertamente contritos. Pero no de haber luchado contra una forma de sociedad asentada en la explotación y frente al Estado que la consolida. Ni siquiera del ingenuo error de ponerse a recorrer ese camino en el preciso momento en que otros más avisados lo abandonaban. Se arrepienten, eso sí, y ante todo, de haber producido (y dejado) muertos a lo largo del camino. Y se duelen además de haber hipotecado buena parte de su vida a una asociación que -en unos debido al bárbaro talante de sus miembros, en otros por lo infundado de sus pretensiones- hace tiempo que les resulta indigna. A tanto llega su arrepentimiento que hasta vislumbran en la sociedad mayor clemencia para con ellos que la que ellos mostraron hacia la sociedad. Aterrorizados ellos mismos por la enormidad de la tragedia causada, han renegado tajantemente del terror. Cierto que no saben (como nadie que se tome al prójimo en serio) si la larga marcha hacia una humanidad justa explica todavía por desgracia el recurso a la violencia. Pero hoy por hoy, desde su íntima experiencia doliente, en su condición de víctimas y verdugos, se inclinan por dirigirse a los profetas armados y decirles aquello de Canetti: "Un día se verá que con cada muerto los hombres se vuelven peores".

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