Madrid, entristecido
En los momentos que mejor se respira la tristeza de alguien o de algo, de una persona o de un grupo, es, sin duda, en las fiestas, esos tiempos de bullicio y algarabía en los que la alegría surge con espontaneidad o los ciudadanos realizan el esfuerzo de ponerse a tono para disfrutar mejor del ambiente y de la sonrisa compartida. Momentos en los que, por lo general, se olvidan los problemas y se arrinconan las preocupaciones, enmascarando los lutos y participando del viejo sueño de sentirse acomodado en la felicidad.Pero no es fácil. Desde luego, no lo ha sido en las pasadas fechas, en las que el cuerpo social más vivo y dinámico de Madrid, protagonista y sujeto de la otrora famosa movida madrileña, ha mezclado sus músicas y sus retozos con la sensación inevitable de que algo se iba muriendo en el alma de la ciudad, de que los tiempos de la identificación entre el pub y la Junta de Distrito estaban consumiéndose como se consume el último cabo de la última vela.
Una sensación inesquivable porque, políticas aparte, se sentía en Malasaña y en Huertas, en Orense y en Azca, en Juan Bravo y en Somosaguas, que los paisajes regidores de Madrid estaban preparando las maletas de la costumbre y llegaba (no sé por qué, pero la imagen volvía repetidamente a la cabeza) la señor¡ta Rotenmeyer.
Una sensación que tenía mucho de angustia, de hora de cierre, de final de algo que había estado bien (como unas largas vacaciones) para empezar otra cosa, tal vez mejor, tal vez peor, pero otra cosa nueva, distinta, desconocida y, por eso mismo, inquietante.
La historia había empezado muchos años atrás con un señor mayor llamado Tierno, del que, por edad y aspecto, había que desconfiar, naturalmente. Luego ocurrió que se convirtió en colega, en amigo, en maestro y, por ello, en alguien íntimo y cercano del que por gusto no se hubiese prescindido nunca. Con él llegaron unos nuevos gobernantes que también tenían mucho de colegas: Leguina, Barranco, Tejero, Moral, Herrero, tipos con los que te podías tomar unas copas en cualquier sitio, encontrárteles en la mesa de al lado, descubrirles haciendo el ganso en una fiesta popular y participando en la dinámica creadora, joven y desenfadada que crecía y admiraba, que causaba asombro y que se ponía de moda en toda Europa.
Unos tipos que, a diferencia de los gobernantes de otras épocas, no causaban miedo ni inspiraban desconfianza, sino que se les veía como a un vecino del barrio, un amigo, un igual que sólo se distingue porque curra en otra cosa y sale en los papeles. Y así la ciudad, estabilizada en el alto listón de la efervescencia general y regida por gente de confianza, compensaba el agobio diurno con la serenidad nocherniega, el caos matutino con el bullicio noctívago.
Así corrían las cosas, con parsimonia, familiarmente, con naturalidad...
Refugios nocturnos
Ahora ya nada se siente igual. El hilo que creíamos sólido se rompe despacio, inevitablemente, con tristeza. La gente se interroga en sus refugios nocturnos, ante una copa que no desea acabar porque así parece que lo demás no se acabará tampoco, sobre lo que va a pasar en el más inmediato futuro.
Casi no se atreve a decir lo que piensa, asustada y triste, como la noche del golpe de Estado, sin hacerse más preguntas que las necesarias para disimular que el miedo, por dentro, campa por sus respetos. "A lo mejor se enrollan", dice uno, animoso. "No bebas más", le aconseja otro, displicente. "Pues yo creo que hay que llamar al boicot activo", grita un tercero que aún recuerda los tiempos en los que acudía a la universidad. Y añade: "Ni fiestas ni leches; que vayan ellos a sus actos y a sus entierros".
En la calle la gente no entiende muy bien lo que está pasando. El madrileño, por poca preocupación que tenga en la cosa, no sabe qué pinta Rodríguez Sahagún en un puesto por el que nadie le ha votado y para el que, desde luego, los madrileños no le han elegido. "Son cosas de la democracia, de los pactos y eso; de alianzas coyunturales". "En mis tiempos se llamaba a eso ganas de mandar, hambre de rapiña". "Cálmese, abuelo". "No, si a mí... Y ¿cómo dice usted que se llama?".
Y así, con esa tristeza que se siente en la adolescencia al finalizar el verano y despedirse de un amor playero, Madrid cambia de curso para intentar revalidar su aprobado. Ya empiezan a escasear las habitaciones en el hotel de la nostalgia.
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