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Europa en la hoguera

Un joven y meritorio inquisidor de la Iglesia de las multinacionales acaba de condenar a la hoguera a la cultura europea. ¿Con base en qué argumentos, con qué fines, para qué provechos?La atenuación del antagonismo Este-Oeste y la consagración mediática de Europa-1992 están comenzando a preocupar a ciertos sectores del establishment norteamericano y a determinados grupos de la finanza mundial. La perestroika y el acta única se les aparecen como peligrosos factores de perturbación del orden de los negocios y de la política, caballos de Troya de los enemigos de Occidente a los que es urgente neutralizar. De aquí que la oposición simultánea al Mercado Común y a la gran Europa nos sea presentada no como una actitud explicable en función de unos intereses económicos e ideológicos concretos, sino como una imperativa condición de supervivencia del mundo occidental.

Un libro reciente, de peso pluma y apresurado paso, hecho con dictáfono y tijeras, retoma este discurso e intenta popularizarlo entre los europeos. La euroclastia del autor, hombre de De Benedetti en Francia, e inspirador de la fallida OPA contra la Société Générale de Belgique, se funda en el grave peligro que la cultura europea representa para Occidente. Esta tesis se apoya en dos hipótesis que se visten con el estatuto de hechos.

La primera afirma que Europa no existe porque no puede existir. Y no puede existir porque no tiene razón de ser, ya que Occidente hoy ocupa el hogar y asume la función que Europa tenía antes en el mundo. Dado que no hay, según el autor, ni sindicatos ni patronato europeo, que no hay escritores ni pensadores europeos, que no hay elites ni medios de comunicación, ni opinión pública europea, que no hay ni clase política ni sociedad civil europea, es inevitable que Europa haya dejado de tener cualquier tipo de influencia mundial.

Por lo demás, añade nuestro beligerante ensayista, este empecinamiento tan europeo en las peculiaridades de cada comunidad cultural, este apegamiento a nuestros pequeños yoes culturales hacen de Europa un conglomerado de espacios heteróclitos e inconciliables que privan de sentido cualquier iniciativa para crear una comunidad europea de la cultura, así como cualquier intento de pensar, y más aún de fundar, una identidad europea. Menos mal que esta ausencia de identidad, tanto cultural como social, en Europa, queda ampliamente compensada por la visibilidad y la vigencia de la identidad occidental.

¿De qué está hecha esta última? ¿Cuáles son los núcleos esenciales de la cultura occidental? El autor, adepto entusiasta de la escuela francesa del prêt-à-penser, nos propone, en menos de 200 líneas y bajo la divisa honor al homo occidentalus, un meteórico viaje en el espacio cultural por el que milita, según nueve itinerarios de los que nos da poco más que el nombre.

Obviamente, Estados Unidos es para él la ilustración más ejemplar de ese espa cio, su único modelo, su privilegiado centro. La hegemonía norteamericana actual ya no es militar o económica, sino cultural, y su empuje es tan incontenible que se ha convertido "en una dinámica natural... destinada a durar por los siglos de los siglos...". Esta irresistible potencia encuentra su expresión, entre muchas otras manifestaciones, en la presencia de la cultura occidental en los países del Este, que se han apropiado de nuestras prácticas y valores por la vía de Estados Unidos, haciendo suyos formas y elementos tan nuestros como -la pasión por la coca-cola, los jean y los baskets". No hago caricatura, sino transcripción.

En cualquier caso, y sin entrar a discutir esta opción político-económica, conviene advertir que la confusión entre valores y procesos culturales, por una parte, y masificación de ciertos productos y comportamientos culturales, por otra, parece, en esta perspectiva, inextricable. Pues medida con el rasero de la coca-cola y congéneres, ¿qué región del mundo no es hoy occidental? Añadamos que esta primera hipótesis, que desemboca en la implosión de Europa por occidentalizacilóni, cobra su pleno sentido a la luz de la segunda: la amenaza que representa para Occidente la deriva continental de Europa, proceso ya muy avanzado y que pronto será irreversible.

Este proceso, al que la apertura gorbachoviana presta hoy especiales alas, está ya en marcha por obra de Alemania desde los primeros años setenta. El autor, en francés practicante, dedica muchas y fervientes páginas a explicarnos sus obsesiones germánicas. La polarización hacia la Mittel Europa y la permanente atracción del Este (el Drang nach Osten) son los demonios familiares de esa necesaria Alemania cuya única salvación, y con ella la de Europa, es el amor-comunión con Francia.

En un rapto de exaltación última, muy de conmemoración del segundo centenario de la Revolución Francesa, el autor, como única defensa efectiva frente al riesgo de sovietización del mundo, avanza la idea de una fusión franco-alemana, especie de anschluss inversa, voluntaria y recíproca, fortaleza capaz de resistir todos los ataques y puerta abierta a todas las esperanzas europeas.

Esta consideración, unida a lucubraciones estratégicas sobre la relación de fuerzas en Europa, entre los dos bloques, ocupa una gran parte del texto del señor Minc, en el que, por otra parte, discurre, difusa y complacidamente, en torno del síndrome finlandés que les es tan querido y al que en esta ocasión da la forma de Europa continental contra Europa occidental. Ahora bien, como la continentafización europea no puede todavía asumir contenidos directamente políticos, el riesgo se sitúa río arriba, en ámbitos aparentemente menos problemáticos, como la economía y la cultura. ¡Cuidado, pues, con las generosidades económicas y las debilidades culturales con la otra Europa.? Ahí está la brecha de nuestra posible perdición.

Para aclararnos resumo, more silogístico, la estructura ideológica por la que milita el autor y que proclama en este libro: Occidente representa hoy la única Europa posible; la extensión de Europa hasta los Urales, aun por la vía de la cultura, es una amenaza grave para Occidente; luego la gran Europa de la cultura es una amenaza grave para la única, verdadera, Europa.

Silogismo al que muchos europeos oponemos su antónimo. Europa -sus valores, sus modos, sus prácticas, su pluralismo- es el soporte y la expresión más cabal de Occidente; la ruptura política, económica, social, y sobre todo cultural, de las tierras de Europa en dos bloques antagonistas es una amenaza permanente para el futuro europeo; luego la persistencia de esa situación es una amenaza para Occidente.

Y a fortiori, todo lo que contribuya a reforzar la toma de conciencia por parte de los europeos del Este y del Oeste de lo que tienen en común, todo lo que sirva para fortalecer su compartida identidad cultural, reforzará la existencia de Europa y, por ende, de Occidente. Pues ¿por qué la reconstrucción cultural de la gran Europa, que Alain Minc, so capa de occidentalismo, vilipendia y condena, debería debilitar nuestra vigilancia democrática? ¿Acaso no hemos aprendido los europeos, de una de nuestras más gloriosas tradiciones, que cum una manu facebat opus altera tenebat gladium?

No seamos demasiado modestos. Por una parte, los demócratas europeos, sin acepción de credos, somos hoy incontaminables. Aunque sólo sea por agotamiento ideológico de nuestros adversarios. Y, por otra, para los europeos progresistas el destino de Europa no puede consistir en la constitución de un club europeo occidental de ricos, sino que aspira a ser una plataforma de contacto e interacción entre el Norte y el Sur, un ámbito que contribuye a atenuar las dramáticas diferencias entre países posdesarrollo y países en desarrollo, un espacio que prueba que la eficacia no es incompatible con la solidaridad y que la riqueza no es obstáculo sino condición del progreso. Una Europa-Occidente abierta y hermanada con el resto del planeta.

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