Toreros muertos por Biafra
"El hombre que comprendiese a Dios sería otro Dios" (Chateaubriand).En este Sudán en proceso lento de libanización, con 2,5 millones de personas desplazadas y donde 300.000 seres humanos mueren de hambre al año, dentro del esquema estúpido de una guerra civil fratricida y genocida, la llegada de la Prensa española es tardía.
Por ello, los artículos necrológicos, los comentarios, las declaraciones sobre la muerte en acto de servicio del embajador Pedro de Arístegui, cesado en su puesto por un obús en Beirut, producen una especial sensación de angustia al comprobar que de pronto -y como macabro contrapunto al asesinato de un funcionario diplomático- pareciese como si el constantemente denigrado colectivo diplomático necesitase de rituales sacrificios totémicos para, de tarde en tarde, aparecer como un cuerpo digno y sacrificado a los ojos de la opinión pública.
Cuando un día u otro un diplomático muere del todo -otros muchos lo hacen cotidianamente, víctimas de enfermedades tan profesionales como la silicosis del minero-, entonces los miembros de la carrera diplomática dejan por un instante de ser unos imbéciles jugadores de golf y fanáticos de la coctelera croqueta para convertirse en coyunturales seres mitológicos o caballeros del Santo Grial.
Y lo cierto es que los diplomáticos son unos funcionarios cuya labor estriba en tratar de articular la acción exterior del Estado y en representar a éste cuando están en el extranjero, o participar -cada vez menosen la elaboración, básica iba a escribir, pero prefiero utilizar el término ad usum Delphini, de la política exterior de España.
Lejos de Madrid, a veces en países donde sólo sobreviven bien aclimatadas alimañas, el diplomático se convierte en un apéndice de su país, al cual y a cuyos intereses trata de servir conciliándolos con el de su acreditación. En múltiples ocasiones incomunicado, sin instrucciones, sin saber si está desempeñando correctamente su labor porque nadie se molesta en decírselo; a veces, incluso con la frustrante sensación de preguntarse qué es lo que hace en un puesto del que nadie parece preocuparse y que los policy planners confunden con algún otro lejano lugar de la Tierra que poco tiene que ver con lo que pisa, cuando no traga, quien, al estar sobre el terreno, se le debería suponer un objetivo conocimiento del mismo.
Se produce asimismo en el diplomático un fenómeno especial de compenetración con su país de destino. Así, el embajador Arístegui, al recibir post mortem la más alta condecoración de Líbano, fue definido como "amigo de todos los libaneses". Sirve, pues, el diplomático de elemento humano de enlace entre los intereses, a veces sólo políticos o comerciales, en que se desenvuelven las relaciones entre los Estados.
Y de ahí la importancia de las por los diplomáticos tan odiadas -y criticadas por los que no lo son- obligaciones sociales. Tras una agotadora jornada de trabajo en la que el funcionario diplomático ha podido, por ejemplo, ejercer de notario, de registrador, de sacerdote laico, de informador político; tras haber enviado telegramas al Ministerio de Asuntos Exteriores, que habrá tenido que cifrar después de haber firmado un justificante por la adquisición de varios rollos de papel de retrete, haber recibido a miembros de la colonia española, empresarios de paso, haber disuadido a algún potencial terrorista que no era el momento adecuado de volar la Embajada de España; después de haber inaugurado algún centro regional o pronunciado discursos en diversas lenguas (algunas para él descoriocidas, a base de transcripciones fonéticas), y haber inútilmente tratado de ser recibido por el jefe de la policía local para que le desembarazase de un ebrio miembro de las fuerzas del orden dormido a la entrada de la cancillería, el diplomático ha de darse una afeitada y una ducha, vestirse de domingo de pueblo y lanzarse a la interesantísima recepción que le aguarda en honor del jefe de aduanas, que tiene retenidas varias valijas diplomáticas porque le da por ahí.
Lo que no se puede conseguir detrás de la mesa de un despacho se puede, en ocasiones, obtener en algún discreto apartado o logrando soltar alguna viperina lengua con un trago de licor de palma acompañado de un exquisito canapé de minúsculas lombrices vivas -el must local-, que luego permanecerán en el estómago del diplomático hasta que le purgue el médico brujo o logre pagarse un viaje a algún instituto de enfermedades tropicales.
Todo ello con la sonrisa puesta como una permanen te mueca de clown, procurando recordar caras, nombres, cargos, títulos, con el temor permanente de llamar "mi general" al nuncio de Su Santidad o de tratar de llevarse al huerto a una recatada misionera que, atónita, sale corriendo en busca del martirio. Y acordarse de lo que el ministro de turno le ha dicho -ni el diplomático ni el ministro van después a reconocer nada por escrito- y, al tiempo, buscar la fórmula burocrática para trasladar al Ministerio de Asuntos Exteriores el eructo de asentimiento que, quizá, ha solventado una de esas delicadas situaciones que no suelen trascender, pero que están a la orden del día.
Luego, las famosas fuentes fidedignas -que suelen ser fuentes báquicas totalmente inflables-, el permanente secreto, los rumores, los cotilleos, el no decir una palabra más alta que otra, hablar y decir menos.
Después de un día maravilloso como el descrito, a la cama o a cifrar. Día a día, noche tras noche, tras arropar a los hijos que no ve y darles las buenas noches en swahili.
Creo que para entrar en la carrera diplomática habría que cambiar el sistema de oposición por un legionario banderín de enganche. O recurrir a las fórmulas de la Royal Navy de antaño: vaso de ron, palo en la cabeza y, al despertarse, en un avión camino de Namibia.
Que Perico Arístegui desde arriba, en su nuevo puesto al lado de santa Bárbara, me perdone y nos bendiga a todos los que un día u otro iremos a reunirnos a su paz.
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