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Utilidad de la vergüenza

Jamás pensé, en los tiempos en los que más la conocí, que semejante emoción sirviera para algo, pero, ya un poco dominada o empalidecida, al menos en su avatar cotidiano y ordinario, me veo impulsada a dedicarle un poco de mi tiempo y pararme a reflexionar sobre su posible utilidad, otras veces presentida y al fin medianamente hallada, dados ciertos acontecimientos que nuevamente me la han hecho recordar como era, como ha sido: en su transparente, fastidioso y oneroso estado. La vergüenza, antes que nada, hace un horrible daño a quien la padece, tanto más horrible cuanto que no puede expresarse ni comunicarse, porque es condición inherente a ella el ocultamiento, la simulación, la trampa e incluso la traición. La persona que sufre un espasmo de vergüenza daría, al momento y sin dudar, partes bastante preciosas de su cuerpo y de su alma (desde un simple dedo de la mano hasta la certeza de su eterna salvación), con tal de que el dolor cediera cuanto antes, de que se disolviera en una gloriosa serenidad de ánimo. Y con mucha más razón, por supuesto, ofrecería algo de lo que no tiene, aunque representara un serio perjuicio para otra persona. Los libros sagrados están llenos de casos así. El más cercano a nuestra católica memoria es el de la traición de san Pedro, acto abominable sobre el que tanto se insistía, en tono de escándalo dolorido, en los mejores sermones de nuestra infancia. Y con razón, desde luego. Porque traicionar es así de fácil. Miedo y vergüenza al fondo de cada uno de nuestros actos, rigiendo la relación entre los hombres.Puede que la vergüenza nazca del miedo, pero eso no la justifica. Y, en suma, ha estado demasiadas veces injustificada, ha sido inútil, gratuita y desperdiciada, y en la mayor parte de los casos no ha servido sino para señalar ante un público que de ningún modo se merecía esa información complejos de inferioridad que deberían haber sido superados. -

Pero, en realidad, muchos de los acontecimientos que ocurren en el mundo nos remiten, querámoslo o no, al lugar de los hechos: esos cimientos que se ponían a temblar ante el mínimo atisbo de un rechazo, una censura, un reproche. Y eso es lo que me empuja a aventurarme a la reivindicación de un sentimiento tan desagradable, causante de tantos estragos íntimos e intransferibles. He escuchado demasiadas veces consejos que me prevenían contra el arrepentimiento y la vergüenza, basados en un aparentemente saludable instinto de sobrevivencia, pero, ahora que los malos recuerdos no me pesan tanto, me pregunto si no era un poco sospechosa tanta denostación. No estoy en condiciones de negar que todo se hizo bien, y aunque tampoco soy partidaria de pregonar los errores ni de hacer públicas declaraciones de buenos propósitos, sobre todo por pudor, pero también por precaución, no estoy segura de que olvidar sea lo perfectamente saludable. ¿Es tan saludable, a fin de cuentas, sobrevivir?, ¿sobre qué?

El título del único y admirable libro de Salman Rushie que he leído -Vergüenza-, a fervientes instancias de dos lectoras, de una de las cuales, por lo menos, no me cuesta ningún trabajo fiarme, se refiere, creo entender, a todo esto: vergüenza de lo que somos y no podemos dejar de ser; vergüenza, hoy, como seguramente siempre., del estado del mundo, que descansa, sin encontrar acomodo, sobre nuestras conciencias inseguras, impotentes, indiferentes e incluso displicentes, prestas a salirse por la tangente de las boutades si fuere necesario. Y su significado no hace, por desgracia, sino aumentar cada día que pasa, cada minuto.

Pero si del curso seguido por la humanidad parece indiscutible tener que avergonzarse, hay que decir que, pese a todas sus desventajas, la vergüenza puede considerarse como una reacción bastante razonable, y aun conveniente, en el ámbito del comportamiento más privado e íntimo.

¿A qué escritor no le ha pasado nunca, por ejemplo, leer su nombre impreso al pie de un texto del que repentinamente se avergüenza, ya sea en su totalidad o en molestas y perturbadoras partes, y desear vivamente que ciertas frases, palabras o largos párrafos -cuando no se trata del texto entero-, sea por inexactos, redundantes, sofisticados o estúpidos, se esfumen radicalmente del papel que sin duda descansa sobre el regazo de un maligno lector que saboreará tu error y se permitirá despreciarte? Ése eres tú, repentinamente: ese lector que se horroriza y te desprecia. No debiste publicarlo, debiste callar. El silencio, aunque te puede disolver, es la única seguridad que conoces. En ese momento fastidioso, nos vemos peor de lo que somos y, en un mundo en el que se distribuyen con un despilfarro que, de todos modos, estoy lejos de condenar en aras de la siempre deseable buena educación tantos espejos embellecedores, el espejo deformante de nuestra vergüenza nos hiela, implacable, el corazón.

Y, sin embargo, demasiado bien sabemos que ese espejo, aunque nos devuelve una imagen inexacta, no es del todo falso, y por si fuera poco genera una radicalidad nada desechable que nos remite a los cimientos de nuestra ambición y nuestro descontento, de los que con excesiva prudencia tendemos a alejarnos. Volvemos, así, a ese punto cero de donde nace la absoluta necesidad de cambiar y, sobre todo, la necesidad de vivir, más que de sobrevivir, aunque luego no seamos capaces de sostenerla.

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