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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

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EL CESE del director general de SA Camp, Manuel Luque, tras un enfrentamiento entre la mayoría familiar del accionariado y una minoría del mismo apellido que apoyaba al ejecutivo, constituye el símbolo de un conflicto que, de forma más callada, viene menudeando en la empresa española: las relaciones entre los técnicos y la propiedad. El caso ha alcanzado notoriedad insólita para una sociedad no financiera por las características del principal protagonista, -un hombre que se hizo popular protagonizando un anuncio en las pantallas de televisión y que a través de esa estrategia comercial levantó la cuenta de explotación de la única empresa de capital español del sector de detergentes que se codea con las multinacionales del ramo.Más allá de las vicisitudes concretas de la fábrica de jabones de Granollers, este conflicto plantea el doble interrogante de en quién descansa el poder de una empresa y con qué estructura deben afrontar las industrias españolas el reto de su modernización y expansión. Durante muchos años se han identificado los conceptos de propietario y gestor, a veces respondiendo a la realidad existente. Y en ocasiones haciendo de la necesidad perentoria virtud teórica, con resultados frecuentemente negativos, que incluso han sido registrados en la literatura -especialmente la catalana sobre el deterioro de la capacidad empresarial de las terceras generaciones (la primera funda, la segunda expande y estabiliza y la tercera dilapida).

Desde los años sesenta se expandieron en España las escuelas de management y se importaron reflexiones como las de Galbraith sobre la llamada tecnoestructura. Era agua de mayo para un tipo de empresa como la española, de pequeño tamaño, ínfima tecnología, mercados cautivos y escaso capital generalmente familiar, que iniciaba su transformación. Un corolario del proceso fue la distinción entre las cualidades de accionista y de directivo. Y más adelante se produjo el reexamen colectivo del concepto de empresario, en su sentido etimológico y schumpeteriano de emprendedor. Todo ello con las conocidas limitaciones de la empresa española y de su entorno, especialmente las del mercado de capitales.

En los últimos años de crecimiento, el mundo económico español ha dado vueltas sobre sí mismo, yendo hacia delante y hacia atrás en el manejo de las ideas básicas y del papel de cada uno de sus protagonistas, al compás de la estrepitosa irrupción de poderosos grupos inversores extranjeros (caso KIO-Explosivos) o de las tentativas de acceso a la banca de empresarios de la industria o los servicios. De esta forma ha reverdecido el viejo estereotipo del poder sin límites del tenedor del capital, apoyándose en ocasiones en sólidas argumentaciones jurídicas.

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Pero el mundo de la economía vive antes lo que la ley consagra luego. Y si es de celebrar que nuevas generaciones de capitalistas revaliden en la práctica su condición de gestores en tanto que tales, y no únicamente por la legitimidad que pueda conferirles la herencia o el dinero, también lo es que la empresa española está todavía muy lejos de disponer de la cantidad y calidad de ejecutivos necesaria para aumentar su competitividad internacional. Más aún: cuando los tiene, no siempre disponen del margen de actuación suficiente, por escasa visión estratégica o por la anticuada idea de que la propiedad apenas tiene limitaciones. Ocurre también que, si disponen de él, la posibilidad de desbordamiento total de su marco de actuación se convierta en probable y se genere una estrepitosa confrontación de poderes y legitimidades.

En uno u otro grado, en la historia de Granollers están todos esos elementos. Y parece que se olvida, en este como en otros casos, que nadie en una empresa moderna ostenta toda la potestad. Que una estructura ágil exige la difícil pero fructífera compenetración de poderes de compensación. Y que ni el dinero lo puede todo sin gestión, ni la gestión sin dinero.

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