Ética racionalidad y desarrollo .
CARLOS PARISEntre los múltiples comentarios que el 14 de diciembre ha reflejado en las páginas de nuestra Prensa, el artículo titulado La ética de la igualdad ocupa un lugar especial. Más allá del análisis inmediato del juego de fuerzas partidarias y sindicales, el colectivo autor del artículo, encabezado por J. A. Gimbernat, aspira a plantear, con motivo de dicha fecha, la identidad y el sentido de la izquierda en los actuales tiempos. Es un intento de profundización merecedor, ciertamente, de comentario y diálogo.
Centra dicho artículo la superioridad de la izquierda en sus contenidos morales, muy precisamente en la vindicación de una ética de la igualdad, garante de la auténtica libertad, y llamada a corregir las actuales prácticas económicas insolidarias, que el discurso dominante pretende -a través de una suerte de falacia naturalista- absolutizar. La izquierda, en una época en que "los ideales socialistas se encuentran a la defensiva", recuperaría en esta perspectiva su sentido y supremacía, concedida la bancarrota de la filosofía o metafísica de la historia, que percibía el triunfo de los ideales socialistas inscrito en el curso mismo del devenir humano.
La insistencia en los valores morales de la izquierda, en su ética social -entrando ya en las observaciones que el artículo sugiere-, me parece sumamente pertinente. No es, ciertamente, una innovación; de hecho, más allá de las polémicas y construcciones teóricas, la lucha contra la injusticia, la denuncia de la hipocresía y la violencia de las clases dominantes de su falsa conciencia ha constituido un impulso decisivo de dinamismo protagonizado por la izquierda. Pero la valoración de dicho componente no debe significar tina reducción, una suerte de repliegue. Por el contrario, articularlo adecuadamente con la ideade desarrollo me parece fundamental para desplegar la riqueza y la actualidad del proyecto histórico de la izquierda.
La contraposición entre ética y racionalidad científico-tecnológica -o económica- no deja de constituir una trampa, hábilmente tendida por el discurso oficial al pensamiento altemativo, y en cuyo juego la ética puede quedar relegada al mundo de los piadosos deseos. Ya en el debate nacional sobre la OTAN se urdieron las redes de una Wacia en que los partidarios del no fueron más de una vez apresados. Las posiciones contrarias a los bloques militares, superiormente lúcidas respecto a la degradación política, económica, científica y a los riesgos que tal situación internacional implica, fueron presentadas y descalificadas por los intereses del sí como propuestas puramente humanistas y éticas, utópicas -en el acusado sentido negativo con que el conformismo maneja tal término-, enfrentadas al realismo y el rigor, a las perspectivas de expansión, que supuestamente desde la OTAN debían llegamos.
Ante el intento conservador de desealificar racionalmente las alternativas progresistas alactual orden establecido, me parece imprescindible señalar que el programa histórico de la izquierda, primando el interés colectivo y universal, organizando en torno a él la gestión y propiedad de las fuerzas productivas, no sólo es más justo y solidario, sino que hoy se revela necesario para dirigir, adecuadamente y a largo plazo, el poderío científico y tecnológico alcanzado por la humanidad más reciente. Y es que la solidaridad de los seres humanos entre sí, también entre el conjunto de ellos y el planeta, ha desbordado su clásico planteamiento moral para convertirse en una estrecha vinculación real, fáctica, dentro de un mundo íntimamente interconectado, a través de las comunicaciones, de los efectos industriales sobre el medio que repercuten a inmensas distancias, de las necesidades y límites de materias primas. Y en el cual la actividad técnica, con su potencia actual, determina transformaciones irreversibles. En esta perspectiva, la lógica -empresarial del beneficio a corto y medio plazo se manifiesta peligrosamente miope -más aún en un régimen de competencia despiadada- para programar el último horizonte de desarrollo. Al par que la conversión de los bienes materiales. y culturales en meras mercancías degrada su producción y patologiza su distribución, hasta el extremo de destruir o hacer inalcanzables para millones de seres humanos realidades imprescindibles para la superviviencia. La producción de lo superfluo, incluso de lo trivial y estúpido, contrasta con la desatención a las necesidades básicas; también, en el otro polo, con las que podrían dar cumplimiento a las potencialidades más altas de lo humano.' Es éste un panorama que, allende su evidente inmoralidad, resulta difícil -por más que lo pretendan los mensajes integradores- calificar de racional. En él la creación, la investigación científica y tecnológica, pierden crecientemente sus impulsos propios, arrastradas y secretizadas por el poderío militar y empresarial financiador. Y las nuevas tecnologías no consiguen redistribuir equitativamente el trabajo y el ocio, agudizando frecuentemente el paro, en lugar de elevar nuestra sociedad a tareas superiores. El contraste entre la posibilidad, la potencialidad de desarrollo latente en nuestro mundo y sus frustrantes realizaciones no puede ser más chirriante. La razón es clara: vivimos la utopía tecnológica soñada hace siglos, los efectos de la revolución científica, pero la ceguera dominante se niega a la revolución y la utopía sociales. Alcanzar la coherencia entre ambas es el objetivo de la izquierda.
He apuntado el horizonte global de una transformación planetaria, en el cual la izquierda puede demostrar su superioridad racional, mas ¿qué decir de las revoluciones históricas y las sociedades que han forjado? El bombardeo de los mensajes constantes, cotidianos, se ceba en su descalificación. Evidentes -y, por otra parte, difíciles de evitar dentro de la hegemonía capitalista, del acoso y cerco aque las revoluciones han sido sometidas- aparecen sus limitaciones, la imperfección de los modelos políticos respecto a las misrpas aspiraciones revolucionarias.
Debería reconocerse, sin embargo, que objetivamente tales procesos de revolución socialista, aun en condiciones sumamente adversas, han alcanzado en destacados casos no sólo cotas de justicia distributiva incomparables, sino ritmos de desarrollo muy superiores a los capitalistas. Comparemos Cuba -actual blanco de una ofensiva ideológica- con los países capitalistas del Caribe y Centroamérica; China, con la India. Pensemos en él levantamiento de la Unión Soviética al nivel de superpotencia y en su reciente capacidad de renovación interna, sorprendente en un mundo estancado.
Al establecer una congruencia entre la izquierda y la racionalidad científico-tecnológica, no pretendo, en modo alguno, abogar a favor de una concepción determinista de la historia. Mi visión se sitúa más bien en la línea apuntada por la alternativa de Rosa Luxemburgo: "Socialismo o barbarie". Una alternativa abierta en una historia dramática, no escrita previamente, en la cual debemos escoger y comprometernos con un empeño en que la superior racionalidad y la ética acaban coincidiendo. ¿No pensaba el viejo Sócrates que el mal era consecuencia de la ignorancia? Cuando la humanidad ha llegado a tan alto desarrollo de sus poderes, la idea socrática, aparentemente ingenua e intelectualista, se carga de actualidad: la ética de la justicia solidaria significa la expresión moral de la racionalidad que más eficazmente puede guiar nuestro mundo hacia el desarrollo pleno de sus posibilidades.
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